Capítulo 1 Vientos de Otoño:
Elliria observó la ciudad que tenía a sus pies. La joven elfa estaba al lado del Templo del Viento, en la zona más alta de la ciudad, rodeada de un acantilado al que solo se podía acceder por unas escaleras. Era su parte favorita. El viento que bajaba de las montañas era suave y Elliria siempre aprovechaba para quedarse ahí un rato al salir de sus clases, apreciando el silencio de la zona, alejada del bullicio habitual de la ciudad. Había empezado su instrucción mágica con ocho años, como todos los demás elfos nobles, y, desde entonces, siempre que podía, se quedaba un rato contemplando su ciudad natal, cual vigilante silenciosa.
Mientras contemplaba el paisaje, observó la sombra de una figura que se alejaba. Era el Sumo Sacerdote, la máxima institución del Templo. Era él quien, junto a los demás sacerdotes, instruía a los jóvenes elfos en los fundamentos de la magia elemental, la que regía los cuatro elementos: Fuego, Aire, Agua y Tierra. Sin embargo, Elliria ya no recibía clases de fundamentos. Dado que ella ya había terminado su instrucción mágica básica, asistía a clases de magia especializada. Cada Templo se especializaba en un elemento, que se estudiaba durante años tras haber adquirido una formación básica inicial.
El Templo de la ciudad, como su nombre indicaba, se especializaba en la magia de Viento. Era un tipo de magia que controlaba el elemento más caprichoso y sutil de la naturaleza. Con el control del viento se podía proteger un navío de los vendavales, o se podían mover nubes para cambiar el rumbo de una tormenta. También se podía lanzar una ráfaga de viento contra plagas y, aunque el viento no era tan destructivo como el fuego, tenía ciertos usos bélicos, por ejemplo, para derribar personas o escorar barcos. Por último, también era útil para mover objetos sin tocarlos, incluso para hacerlos volar.
Elliria no era la única aprendiz, de hecho, compartía clases con nobles tanto de su ciudad como de otras ciudades que venían a especializarse en dicha magia. Dado que las clases podían ser extenuantes, a los alumnos, como ella, más aventajados, se les permitía no asistir cada día. En su lugar, asistían solo dos o tres días a la semana. La elfa era especialmente diestra con la magia, por lo que asistía tan solo dos días.
La joven se ajustó la espada que llevaba atada al cinto. Además de las clases de magia, la joven recibía clases de esgrima, algo inusual entre los magos, quienes preferían atacar con hechizos, a distancia. El uso de armas estaba reservado, normalmente, para plebeyos, elfos a los que, pese a ser sensibles a la magia, se les tenía prohibida la instrucción mágica, por ser esta un derecho de los nobles. Sin embargo, el padre de Elliria, de origen plebeyo, aunque ascendido a noble, había dispuesto que su hija entrenaría la espada y la magia. No quería que confiara su vida solo a los conjuros. La espada que Elliria portaba había sido un regalo de sus padres por su decimonoveno cumpleaños, apenas unos meses atrás, en primavera, la mayoría de edad para un elfo. Era una espada delgada y curva, hecha con acero élfico y con unos caracteres grabados en la hoja. La vaina era de ébano y estaba perfectamente pulida. Para Elliria, quien había empezado sus lecciones de esgrima con espadas prestadas, tener la suya propia fue una grata sorpresa y, desde entonces, no se separaba mucho de ella.
La chica se acabó de ajustar la espada y suspiró, recordando cómo de desagradables habían sido las clases. Asistir al templo la agotaba mentalmente, no por las lecciones, sino por los demás estudiantes. Como de costumbre, habían aprovechado cualquier mínima ocasión para hablar de ella a sus espaldas. Lo llevaban haciendo desde que la muchacha había empezado la instrucción mágica; sin embargo, últimamente llegaban más lejos, al punto de poner a estudiantes de otras ciudades en su contra.
La elfa se acercó al templo y apoyó su mochila en el alféizar de una de las ventanas, pensativa. Sin quererlo, puso atención en sus ojos, los causantes de tanta habladuría. La razón de tanto comentario era que sus ojos eran de dos colores diferentes. Uno, el derecho, era verde. Hasta ahí, todo era normal, dado que la gran mayoría de los elfos tenían los ojos verdes. Eran casi tan comunes como los ojos marrones lo eran para los humanos. Y no hubiera pasado nada si los tuviera marrones. El problema era su ojo izquierdo, que no era verde, ni marrón. Era azul. De un azul muy claro, casi como si un pedazo de cielo estuviera impreso en su iris.
Durante su infancia, quizá por inocencia, Elliria no entendió por qué la gente la miraba raro o no quería que los demás niños elfos se relacionaran con ella. Sin embargo, conforme fue creciendo, fue entendiendo que había algo que no era normal en sus ojos, hasta que, finalmente, un sacerdote en el templo le explicó lo que sucedía.
El problema era que no había elfos con los ojos azules. Ninguno. De hecho, ni elfos ni humanos. Los ojos azules eran característicos de los celestiales. No existían humanos o elfos con ese color de ojos. Tener los ojos azules era una de las características distintivas de esa raza, así como sus alas. Que Elliria tuviera un ojo azul, pues, daba pie a muchas habladurías, especialmente en una ciudad como Yumenokaze, donde los elfos habían sufrido mucho en la última guerra contra los celestiales, veinte años atrás.
Tanto su padre como su madre habían combatido contra los seres alados. Lucharon en frentes separados, pero ambos tuvieron contacto con ellos. Y al poco de volver de la guerra, nació Elliria. Así pues, había gente en la ciudad que pensaba que eran demasiadas coincidencias y que ella era una hija ilegítima. Otros elfos, sin embargo, habían llegado a sugerir, simplemente, que la joven era una persona maldita por los propios celestiales, quienes habrían usado su magia celestial, desconocida por los elfos, para castigar a sus padres por lo sucedido en la guerra.
Apartándose del ventanal del templo, Elliria se miró los ojos por última vez. No le gustaba tener un ojo azul. No por el color, el color azul le gustaba. Pero estaba cansada de la vida que tenía y no había pedido. Lo único que la joven quería era ser una más.
Dando la espalda al templo, volvió a observar la ciudad que se extendía a sus pies. No era la más grande de entre las ciudades élficas, pero sin duda era lo suficientemente grande para ser una parada obligatoria para los elfos y para algunos humanos que se dedicaban al comercio. Los celestiales evitaban la ciudad, ya que, de todas las ciudades élficas, Yumenokaze era todavía la más hostil y, aunque no estaban ya en guerra, los pocos que se habían acercado, habían sido ejecutados.
Elliria paseó la vista por el paisaje familiar, sintiéndose triste, como siempre que pensaba en sus ojos. Respiró profundamente y se obligó a focalizarse en lo que veía, apartando pensamientos que no le aportaban nada bueno, y obligando a su mente a concentrarse en el ahora.
En frente, al fondo de la ciudad, observó la puerta principal, por donde algunos carromatos se agolpaban para entrar. El sol empezaba a descender, por lo que era lógico que los mercaderes quisieran meter sus carros. Los caminos podían ser peligrosos por la noche debido a animales salvajes o, incluso, a bandidos. Las murallas de la ciudad, así como la guardia, ofrecían protección y seguridad.
La mayoría de los carros iban por la calle principal. Ahí se situaban la mayoría de los comercios importantes, en una calle muy ancha con fuentes y setos en medio, dividiendo la calle en dos mitades anchas. A la derecha de aquella calle, destacaban los gremios, lugares que ofrecían sitio para dormir a los comerciantes que estuvieran afiliados. A la izquierda de la calle principal, se podía ver un conjunto de casas bajas, donde vivían la mayoría de los elfos plebeyos, y luego, al fondo, adosados a la muralla, los cuarteles de la guardia. Allí trabajaba su padre cuando tenía días de servicio. Y, cerca del templo, en la parte alta de la ciudad, estaban las casas de los nobles, casas mucho más grandes y separadas entre ellas.
Finalmente, Elliria se puso en camino. Se ajustó al hombro la mochila de piel que llevaba. Sus libros de conjuros, su pergamino y su pluma estaban bien sujetos. Comprobó además que estuvieran otros dos objetos: una carta sellada y un reloj de cuerda parado. No le había hablado a nadie de esas dos cosas, y seguiría sin hacerlo, puesto que estaba segura de que tendría problemas si lo hacía. Echó un rápido vistazo al templo y luego descendió por las escaleras, directa a su casa.
El camino de vuelta fue corto. Bajó por las escaleras del Templo, dirección a la Plaza del Mercado, la plaza principal de la ciudad, final de la gran calle que transcurría desde la puerta sur. Mientras se acercaba a la plaza, pudo ver y escuchar el ambiente que todavía se respiraba. Pese a que el sol estaba ya bajo, todavía se podía escuchar a los mercaderes llamar a posibles clientes. Elliria serpenteó entre algunas personas que hacían colas para ser atendidas por orfebres elfos que vendían joyas con gemas engarzadas mediante magia. Vio a algunos humanos que hacían cola en una tienda austera que vendía armaduras. Las armaduras de acero élfico eran codiciadas incluso por los humanos, dado que eran mucho más ligeras que las de acero humano, pero igual de resistentes. Otros clientes simplemente hacían cola en un puesto de comida. Humanos y elfos hacían cola separados, aunque se podían ver algunos grupos mezclados, una clara minoría. Tras la última guerra, parecía que, al menos en Yumenokaze, había habido una reconciliación tensa entre humanos y elfos. Pese a haber luchado en bandos opuestos, el tiempo parecía haber calmado las aguas y ambas razas parecían tolerarse.
Tras cruzar la plaza, Elliria torció hacia su izquierda. Su destino era el barrio de las Casas Altas o, como se conocía popularmente, el barrio noble. Los nobles vivían vidas cómodas, ya que, además de los trabajos que pudieran tener, siempre tenían unos ingresos extras por los tributos de la ciudad. A cambio, por ley, un noble debía siempre defender a los más necesitados. De hecho, un noble podía llegar a perder la nobleza o, incluso, ser desterrado de la ciudad, si actuaba con deshonra. Esa era la razón por la que los nobles nunca se atacaban entre sí de frente y siempre que podían intentaban dar ejemplo de virtud. Los malos tratos o los comentarios siempre eran de espaldas y nunca directamente. Entre los nobles, ser capaz de hablar indirectamente, insultar incluso, sin ofender a la cara, se consideraba todo un arte.
A la elfa, aquello de la nobleza no le resultaba convincente, puesto que ella había conocido la cara más oscura. Para ella no había nada de honroso en criticar a alguien con buenas palabras, seguía siendo criticar, al fin y al cabo. Sin embargo, sí que creía que los deberes de la nobleza eran importantes, por eso intentaba ayudar a quien lo necesitaba siempre que podía, aunque, a menudo, sus ofertas de ayuda eran rechazadas. Aun así, nadie la ofendía directamente, pues el nombre de su familia era de los más importantes de la ciudad. Misthrorn, el nombre de familia de la joven, por parte de madre, se remontaba a generaciones de magos de viento y de agua. De hecho, su abuela había llegado, por lo que le habían dicho, a ser suma sacerdotisa del Templo del Viento. Y su madre era una gran sanadora, especialista en magia de agua. La elfa estaba segura de que, si no fuera por el apellido, el resto de los nobles hubiera encontrado alguna excusa para desterrarla.
Elliria llegó finalmente a su calle. Ahí se cruzó con dos chavales de su misma edad, con quienes había compartido clases antes. Los jóvenes la saludaron con cordialidad, pero después, a su espalda, no disimularon los murmullos. La elfa apretó mucho los puños, sintiendo rabia, pero decidió tragar saliva, mientras entraba en su casa. Cada vez se sentía más una extraña en la que era su ciudad natal.
Nada más abrir la puerta, un agradable olor a guiso la recibió. El padre de Elliria, Agnos, estaba en la cocina, preparando con esmero la que sería la cena. Como la mayoría de los guardias, el elfo era de apariencia fuerte, con los brazos fornidos y marcados por cicatrices de lesiones sufridas en la última guerra y que el hombre lucía con orgullo. Llevaba el pelo siempre muy corto y de un profundo color negro. Su aspecto, así como su carácter serio, le confería un aura intimidante, en ocasiones incluso para su hija.
—Buenas tardes. ¿Cómo te ha ido hoy en las clases? —Saludó el hombre, sin girarse.
—Buenas tardes, Padre. Bien. Hemos aprendido técnicas de desarme y derribo usando magia de viento.
—Excelente. ¿Con tus compañeros bien?
—Sin novedad —dijo Elliria, mordiéndose el labio inferior. Sin novedad quería decir exactamente eso, que seguían murmurando a sus espaldas, y ella seguía tan sola como siempre.
Por toda respuesta, Agnos asintió y siguió trabajando en el guiso. Elliria se acercó para inspeccionarlo. Era un plato compuesto de varios tipos de setas marrones, puerro, zanahoria y ahora Agnos estaba añadiendo unos trozos de pollo ya desplumado. Sería una buena cena.
—¿Y Madre? ¿Ha salido? —preguntó Elliria, con curiosidad.
—Tu madre está atendiendo a un comerciante que se ha puesto enfermo. No tardará. Cenaremos cuando vuelva.
Elliria asintió y salió de la cocina dirección a su habitación, en el piso superior. Su casa, como la de la mayoría de los nobles, tenía varias plantas. La planta baja era exclusivamente para la cocina y lo que los elfos llamaban la sala de reuniones, que hacía a su vez de comedor. Era ahí donde los elfos solían pasar la mayoría del tiempo cuando tenían invitados. Arriba estaban las habitaciones y, en el tercer piso, la madre tenía una biblioteca muy bien cuidada, uno de los lugares favoritos de Elliria desde que había aprendido a leer.
Su habitación estaba a la derecha de las escaleras, siendo la primera puerta. Era una habitación sencilla, con una cama, una mesita de noche, un armario y un pequeño escritorio. Al fondo, había una puerta que daba a un pequeño balcón de piedra. Cuando Elliria entró, dejó su mochila encima de la mullida cama y se sentó. Su colchón estaba hecho de plumas de diferentes aves, por lo que era mucho más mullido que los colchones de paja que se usaban normalmente en las posadas o en las casas de quienes no podían pagarse el abultado precio de un colchón de semejantes características. Ahí, sentada, pensó en lo mismo que pensaba cada tarde, en aquello que le había dicho aquel celestial hacía apenas unas semanas. ¿Y si huía de la ciudad? De hecho, le había hecho una promesa al celestial, al único que había conocido en sus diecinueve años. Sin embargo, al pensar en huir, le entraron los nervios. Por muy a disgusto que estuviera en Yumenokaze, era su ciudad. Irse significaba dejar atrás todo cuanto conocía. Elliria no se veía preparada, no aún, al menos.
“Quedan pocos meses para que acabe mi instrucción en el Templo del Viento” pensó Elliria. “Entonces me iré y cumpliré mi promesa”. Era más bien una promesa que se estaba haciendo a sí misma.
Al rato de estar en la cama, Elliria se levantó y se fue a sentar en su escritorio, pero apenas tocó la silla. Escuchó la puerta de casa abrirse. Druda, su madre, había vuelto.
Madre e hija eran casi idénticas, físicamente hablando. Ambas compartían el color del cabello, de un vivaz color rojo; además, tenían parecidas expresiones faciales y similares formas de caminar. La única diferencia aparente, además de la edad, era el color de los ojos. Los de Druda eran ambos de un color verde esmeralda. Al entrar, la mujer saludó a su marido y se dejó caer en un asiento en la cocina, visiblemente cansada. Elliria escuchó desde la habitación cómo Druda relataba que el servicio requerido, aparentemente una cura simple, se había complicado y había tenido que usar varios hechizos avanzados de curación.
Desde su escritorio, Elliria no pudo evitar sentir cierto orgullo, si bien no iba a expresarlo. Dado que la sanación era una especialidad de la escuela de la magia de agua y en Yumenokaze no había Templo del Agua, había pocos sanadores. La mayoría de los sanadores eran personas que podían solucionar problemas menores, sin embargo, Druda había viajado de joven a la ciudad sureña de Akinomizu, a formarse como sanadora en el templo de aquella ciudad, el mejor de todo el Imperio Élfico. Así pues, Druda era considerada por muchos como la mejor sanadora de Yumenokaze, así que siempre estaba muy solicitada. Además, a diferencia de otros sanadores, la mujer nunca hacía distinciones entre nobles y plebeyos. Tan solo distinguía según gravedad, lo que le había ayudado a hacerse todavía más querida. Tiempo atrás, Elliria se había planteado si valdría la pena estudiar en Akinomizu, para poder ser igual de valorada que su madre.
Agnos anunció que la cena estaba lista al poco de la llegada de Druda. Elliria bajó a la cocina, donde ayudó a sus padres a preparar las cosas para la cena. Pese a ser de familia noble, tanto Agnos como Druda se negaban a tener servicio, a diferencia de otros nobles. Sirvieron el guiso en platos hondos de madera y acompañaron el plato con un suave vino de flores que le compraban a un vecino en el mercado.
—Tienes aspecto cansado, Elliria —comentó Druda cuando vio bajar a su hija—. ¿No duermes bien?
Elliria asintió en silencio. Pese al respeto que les tenía a sus padres, llevaba un tiempo distante con su madre y no le apetecía hablar.
—Lleva unos días así, Druda, yo también me he dado cuenta. En las lecciones de esgrima también parece distraída—. Agnos miró a su hija—. ¿Hay algo que quieras contarnos, Elliria?
Elliria fue directa a su sitio y se sentó de rodillas sobre el cojín, acomodándose frente a la mesa baja, pensando su respuesta. No, no estaba bien, pero no se lo quería decir. Y, pese a que mentir a sus padres era un acto considerado deshonroso, decidió que prefería perder su honor.
—Me encuentro bien, Padre, Madre. Agradezco la preocupación; sin embargo, no es nada de lo que preocuparse. Es cierto que llevo unas noches durmiendo mal, despertándome a medianoche, pero no sé el motivo. Supongo que serán nervios por las lecciones del templo.
—No debes forzarte más de la cuenta, Elliria —contestó Druda, tomando su asiento—. Por lo que me llega del templo, eres una estudiante prometedora. Debes tomarte las cosas con calma, de lo contrario podrías echar por la borda todo tu esfuerzo.
Elliria frunció levemente el ceño. ¿Era acaso una amenaza velada? Cuando quiso responder, Agnos se le adelantó.
—Estoy con tu madre, Elliria. Puede que seas buena maga, de hecho, puede que tengas talento. Pero si no descansas, no servirá de mucho. —Agnos siempre hablaba con una voz grave y con el deje autoritario de quien alecciona a un soldado—. El cuerpo se fortalece con el ejercicio, sí, pero un cuerpo muy cansado no hace fuerza. Una mente muy cansada tampoco te servirá para mucho. Si hay cosas que te afligen, puedes contárnoslas. Pero debes disciplinarte para evitar que tus pensamientos te impidan dormir; de lo contrario, no llegarás muy lejos.
—Gracias por el consejo, Padre —contestó Elliria, sin ganas de seguir hablando—. No hay nada que quiera contaros, pero si pienso en algo, os lo haré saber. Creo que me iré a dormir tras cenar, a ver si esta noche consigo descansar.
Agnos asintió, visiblemente complacido. Druda la miró unos instantes, pero después también asintió. Después los tres comieron en silencio, hasta que Elliria acabó la primera y se despidió de sus padres. Tras despedirse, se dispuso a subir, pero Agnos la retuvo para ofrecerle hacer algo juntos al día siguiente. La elfa aceptó de buena gana. Después se escabulló por las escaleras.
Una vez en la habitación, la joven se preparó para irse a dormir. La idea de poder hacer algo con su padre le agradaba. Seguramente irían al bosque que estaba cerca de la ciudad, el sitio favorito de Elliria. Ahí se sentía más cómoda que en la ciudad, además, su padre siempre le explicaba alguna anécdota sobre la guardia, o sobre la guerra. Cuando estaba a punto de cerrar la puerta de la habitación, que se había quedado entreabierta, la joven escuchó la voz de su madre pronunciar la palabra celestial.
Con cautela, la joven abrió la puerta de su habitación, sin hacer ruido. Entonces se acercó a la escalera y escuchó con atención la conversación. Su madre le estaba contando a su padre todo lo que había sucedido hacía dos semanas. Al escuchar aquello, Elliria frunció el ceño, sintiéndose traicionada. Le llegó la voz de su padre, claramente enfadado por lo que estaba oyendo. Escuchó cómo Agnos quería hablar con ella ahora mismo, y cómo Druda le aconsejaba que lo dejara para el día siguiente, aprovechando que le había dicho de hacer algo juntos.
Pero la peor parte vino después. Escuchó claramente a su madre lamentarse por tener una hija con un ojo azul. Escuchó cómo se preocupaba del linaje y cómo, su padre le decía a Druda que no era culpa de ellos. Druda parecía alterada por el futuro del estatus, dado que no tenían más hijos. Y Agnos, aunque no era noble de cuna, había sido ascendido por méritos de guerra, por lo que se tomaba muy en serio cualquier cosa que pudiera provocar que lo degradaran. El hecho de que su hija hubiera hablado con celestiales, podría ser un problema, especialmente siendo su hija quien era. El hombre se lamentó de la aparente falta de juicio de su hija, lamento que Elliria escuchó.
Tras eso, ambos se quejaron de no haber tenido más hijos. Elliria escuchó a Druda vocear sus dudas acerca del futuro de su hija. Ninguno de los dos sabía con quién podrían casarla para mantener el linaje y un mínimo de estatus. No sabían si algún elfo la querría tomar como esposa y, peor, tener hijos con ella. ¿Y si esos hijos también salían con un ojo azul? Aquella conversación hizo que a Elliria se le encogiera el corazón. Por un momento, incluso le pareció ver borroso. Daba igual lo que a ella le habían estado diciendo todo este tiempo acerca de cuán malos eran quienes la criticaban a la espalda. Ellos hacían lo mismo; lo acababa de descubrir. Lo único que les importaba a sus padres, a pesar de todo, era el condenado estatus. Aquello era lo más importante para la nobleza, al punto de pasar por encima de sus sentimientos, o así lo estaba entendiendo Elliria.
Dolida, caminó hacia la habitación y cerró la puerta. Ya se había decidido. No iba a esperar. Se iba esa misma noche. Daba igual el viaje, daba igual la distancia que separaba Yumenokaze de su destino. Se negaba a seguir en esa casa. No podía odiar a sus padres, pero tampoco podía aceptar lo que acababa de oír. ¿Cuántas otras veces habrían hablado de ella cuando ella no estaba en casa o cuando estaba dormida? Solo pensar en ello la alteraba todavía más.
Con las manos temblorosas, y la sensación de que el corazón le latía en la garganta, Elliria buscó lo que podría serle útil. Iba a hacer un viaje largo, por lo que necesitaría su mochila, la cual vació. Después, fue al escritorio. ¿Debería llevar algún libro? Sería un peso considerable, pero entonces vio el libro de botánica, junto a los demás libros, cuidadosamente ordenados. Lo metió en la mochila con cuidado, al lado de la carta y del reloj de cuerda. Siempre podría venirle bien, por si necesitaba consultar información de alguna planta o seta. Comprobó que aún tenía espacio, por lo que abrió el armario y tomó un gorro. Era conveniente llevar uno, por si había que disimular las orejas. Aunque dentro de la ciudad los humanos y los elfos parecían convivir bien, Elliria había oído a otros elfos quejarse de que los humanos no siempre los miraban bien. También tomó una túnica de viaje y un par de mudas de ropa y las guardó, aplastando la ropa para que entrara. Por último, tras titubear, cogió su pijama. La mochila no parecía que fuera a dar más de sí, así que la cerró y la dejó encima de la cama.
Todavía alterada, caminó hacia el escritorio buscando un pergamino y una pluma. Sentándose, se puso a escribir una pequeña carta, sin saber muy bien qué escribir. Tras algunos intentos, acabó escribiendo una carta de despedida en la que se sinceraba con sus padres, les dijo lo mucho que los quería, pero cómo se sentía traicionada por ellos, precisamente los únicos en los que confiaba. Finalmente, les prometió volver en algún momento, cuando pudiera ser aceptada. Omitió, por completo, la mención a algún celestial, así como su destino, pero pidió que no se la buscara. Cuando acabó, dejó la carta bajo la almohada y se sentó en la cama, esperando a que sus padres se fueran a dormir.
Transcurrido poco rato, sus padres se acostaron. La elfa entonces decidió esperar un poco más. Necesitaba asegurarse que sus padres estuvieran dormidos, para que no la escucharan. Mientras tanto, aprovechó para quitarse la ropa que llevaba y ponerse algo más adecuado. Escogió unos pantalones que llevaba cuando había ido al bosque con su padre a cazar y una camisa ajustada. También tomó una chaqueta, ya que las noches podían ser frías. También se aseguró de llevar una bolsa con dinero, con todos sus ahorros, que, a su juicio, eran bastantes. Finalmente, tomó su espada y se la pasó por el cinturón. El arco, sin embargo, decidió no cogerlo. Su puntería distaba mucho de ser perfecta, por lo que seguramente le estorbaría.
Cambiada, puso la oreja en la puerta. Silencio. Abrió la puerta de su habitación y no vio ninguna luz. Sus padres habían apagado ya las velas y los candiles. Decidida a no correr riesgos, Elliria extendió la palma de su mano derecha, notando primero el pulso en los dedos y, lentamente, la tibieza que le indicaba que estaba entrando en contacto con su magia.
La muchacha entonces susurró un hechizo de viento avanzado, que permitía anular el ruido que hacía una persona al caminar o al abrir puertas. Era uno de esos hechizos que podían ser útiles en contextos bélicos, pero también para otras muchas situaciones. Por supuesto, también era útil para personas con otras intenciones, por lo que solo se enseñaba a alumnos que se especializaran en esa escuela de magia, tras acabar su formación inicial.
Caminó un par de pasos para comprobar que el hechizo funcionara, y no escuchó sus pasos. Funcionaba. Elliria empezó a caminar con cuidado y bajó sin hacer ningún ruido, ni siquiera el familiar ruido de la madera al pisarla. La joven abrió la puerta exterior y el aire fresco de la noche le acarició las mejillas. Cerrando con un portazo que quedó silenciado gracias a su hechizo, la elfa empezó a caminar, sin mirar atrás, cruzando rápidamente el barrio noble, atenta a si se cruzaba con alguien que la pudiera reconocer.
Yumenokaze estaba prácticamente desierta por la noche. Solo algunas personas deambulaban por donde, esa misma tarde, habían estado los comerciantes. Elliria cruzó la plaza del mercado y se dirigió hacia la puerta sur. Durante todo el camino, la muchacha fue alerta, pero lo único que se encontró fueron algunos gatos y un par de personas entre las casas, quienes aún estaban despiertas, volviendo a sus hogares, aparentemente ebrias. Miraron a la elfa con suspicacia, aunque no le dijeron nada.
En ese momento, cuando estaba a mitad de camino entre la plaza y la puerta, un elfo que apestaba a alcohol se le acercó balbuceando incoherencias. Elliria, asustada, se llevó la mano a la espada, más un reflejo que una amenaza real. Podría notar que sus manos le temblaban; sin embargo, el gesto fue suficiente para que el borracho se asustara y se fuera. Elliria se maldijo a sí misma por tener miedo, sabiendo que podía no ser la única vez que tuviera que llevarse la mano a la espada; sin embargo, se forzó a seguir. Pronto llegó a la puerta sur y ahí un guardia élfico la miró de arriba a abajo. Simulando jugar con el pelo, Elliria se tapó con un mechón su ojo azul. Sus ojos llamaban la atención y la joven no quería que nadie la reconociera.
—¿A dónde crees que vas? —dijo el guardia con voz autoritaria—. Como comprenderás, la puerta está cerrada.
La elfa titubeó por un momento. Lo difícil no iba a ser salir de su casa, sino de la ciudad. Quizá hubiera sido más prudente salir por la mañana, mezclada entre el gentío y el trasiego de los carros. Pero ahora ya la habían visto, por lo que decidió improvisar una excusa.
—Necesito salir, es urgente. Me he dejado algo fuera y debo recuperarlo antes de que amanezca, —improvisó a toda prisa.
—Eso sería, en cualquier caso, un problema tuyo, no mío. Si te abro la puerta y sucede algo, será mi responsabilidad, —el guardia hizo una pausa y la miró con atención—. Un segundo... ¿Sois la hija del capitán Agnos? —El tono cambió al momento, y el guardia estaba visiblemente alterado.
Elliria maldijo en silencio. Sí, salir por la mañana hubiera sido lo más adecuado. Sin embargo, ya que la habían reconocido, seguiría con la idea de que había perdido algo, quizá de su padre.
—En efecto. Necesito salir. Perdí un arco de mi padre, y si no lo recupero, mi padre se verá en serios problemas, pues ha quedado para vendérselo a otro noble.
El guardia la miró largamente.
—De acuerdo, normalmente no podría abrir la puerta sin el permiso del oficial de guardia de la noche. Sin embargo, si es un favor para el capitán Agnos, se pueden hacer excepciones, por supuesto. ¿Podemos ayudar en la búsqueda? Puedo pedir guardias al cuartel, si así lo desea el capitán.
—No, no será necesario. Es un arco que perdí cerca de la entrada, en un arroyo cercano, —improvisó a toda prisa—. Podré encontrarlo sola.
—De acuerdo, aunque os pido diligencia y prudencia, si me lo permitís. Vuestro padre nunca perdonaría que os pasara algo.
Elliria asintió con cierto resentimiento, recordando la conversación de sus padres mientras ella estaba en la habitación. Sin embargo, prometió entenderlo y le dio su palabra al guardia de que volvería pronto. Otro acto deshonroso. Ya llevaba dos en un mismo día.
El guardia habló con otro guardia que estaba en una pequeña caseta, y ambos abrieron una pequeña puerta de madera, ubicada al lado del portón principal. Era pequeña, pero igual de gruesa que el portón, y servía para que la guardia pudiera patrullar el perímetro. Elliria cruzó presta, notando un cosquilleo en el estómago. En un momento de debilidad, se giró y lanzó una última mirada a la muralla, preguntándose cuánto tardaría en volverla a ver. De noche, las torres oscuras estaban iluminadas solamente por antorchas de fuego élfico que nunca se apagaba, mientras que las ballestas ubicadas para derribar celestiales eran manchas negras.
La elfa tragó saliva, apartando las dudas, y empezó a caminar hacia el este. Por lo que sabía de sus clases de geografía, el continente, de Arkadia estaba dividido por una Gran Cordillera, que lo partía en dos mitades. La parte occidental era la gobernada por el Imperio Élfico, mientras que la parte oriental estaba regida por la Unión de Ciudades Libres Humanas. Se suponía que los celestiales tenían sus ciudades, pero nadie sabía dónde. Para llegar a su destino, tendría que ir al este, hacia la parte humana, por lo que tenía que llegar a la Gran Cordillera. Debajo de las montañas había un túnel que conectaba ambos lados del continente.
El viaje podía ser largo, de varias semanas o incluso meses, según los cálculos de la elfa, por lo que se puso en marcha. Todo lo que pudiera ganar por la noche sería una ventaja, y cuando saliera el sol no quería estar demasiado cerca de la ciudad, por si sus padres la buscaban. Caminó por el margen con la única referencia temporal del movimiento de la luna y las estrellas.
El cielo empezaba a clarear cuando Elliria empezó a notarse muy cansada. La chica llevaba caminando toda la noche y no había dormido nada. Entonces la joven vislumbró una posada que le resultó familiar.
Era una posada conocida por los cazadores, así como por Elliria. La había visto por fuera cuando había ido a cazar con sus padres, pero nunca había estado en ella. Sin embargo, llevaba caminando toda la noche y había dormido mal la noche anterior, por lo que la muchacha decidió entrar y pedir una cama en cuanto llegó, incluso arriesgándose a ser encontrada.
La posada era pequeña y acogedora. Pese a que era muy temprano, tras la barra había un elfo mayor, que Elliria intuyó que sería el dueño del local. La elfa cerró su ojo azul, además de taparlo con un mechón. Por la indiferencia del posadero, la joven supuso que él no estaba familiarizado con ella, como en Yumenokaze.
Tras pedir habitación, el hombre le tendió una vieja llave de una habitación y le indicó el número de esta. Elliria caminó hacia la habitación indicada, abrió la puerta, y se fijó en la cama. Tras cerrar con llave, dejó caer la mochila a los pies de la cama y, finalmente, cayó en redondo. No le importó nada que no fuera tan cómoda como la de su casa, ni que estuviera amaneciendo. Ni siquiera se cambió de ropa. Elliria se quedó completamente dormida casi al instante y su mente empezó a soñar.