Un relato de Eric Bermúdez Cervantes
1. El medallón
El olor a aceite impregnaba la estancia, mientras que una solitaria luz iluminaba la pieza que yacía en el banco de trabajo. Unas manos ágiles desmontaban la carcasa del reloj, extraían el engranaje dañado con una precisión quirúrgica y lo substituían por otro nuevo. Después, todavía sin volver a colocar la tapa, el sonido al darle cuerda rasgó el reverencial silencio del taller. Al instante, los engranajes cobraron vida, moviéndose de nuevo de forma rítmica, recuperando el pulso del tiempo.
Lyra contempló el trabajo con ojo crítico. Era una reparación sencilla, aunque que muchos mecánicos se negaban a hacerla, debido, principalmente a la delicadeza que requería. El oficio de relojero era uno raro en la ciudad de Ventrel. Los mecánicos actuales preferían construir modernos autómatas o dirigibles. La tendencia iba hacia la espectacularidad y la producción en serie. Si algo se rompía, era mucho mejor cambiarlo a arriesgarse a desmontar una mecánica cada vez más compleja y a hacer una reparación que podía volver a dar problemas en el futuro. Era aquella la razón por la que cada vez había menos gente que requería los servicios de los relojeros.
Y, pese a eso, la joven estaba enamorada de aquella profesión. Ya de niña, mientras los otros chiquillos volaban sus artilugios mecánicos, ella disfrutaba desmontándolos y entendiendo por qué se movían, por qué volaban, en definitiva, cómo funcionaban. Siempre había sentido curiosidad por los mecanismos pequeños, delicados y frágiles. Le gustaba trabajar en silencio, alejada del habitual ruido de metal que impregnaba las fábricas. También disfrutaba de los días de lluvia, cada vez más escasos. La mayoría de la gente odiaba las tormentas, puesto que con vientos fuertes los dirigibles eran vulnerables. Además, los rayos podían impactar en las estructuras metálicas de las chimeneas, provocando destrozos. Ya desde joven, Lyra había tenido que aprender a no mostrar sus gustos, pues verbalizarlos eran causa frecuente de irritación por parte de su entorno.
Unos golpes en la puerta hicieron que la muchacha alzara la vista del banco de trabajo. Observó el reloj que colgaba de una de las paredes, frunciendo el ceño. Todavía no era la hora para que el cliente se pasara a recoger el pedido.
Abrió la puerta y se encontró cara a cara con su madre. Sin darse cuenta, tensó la mandíbula, mientras fijaba los ojos en aquella mujer que la observaba distante.
—¿Sí? ¿Queríais algo, madre?
La mujer apartó la vista hacia el taller, con evidente desaprobación, mientras fruncía el ceño.
—Veo que sigues empeñada en este taller. Espero que, como mínimo, te duches después. No quiero que mi casa apeste a aceite.
Lyra contuvo el deseo de responderle que la casa, que también era suya, olía a algo peor que aceite. Sin embargo, decidió morderse la lengua.
—Claro que me ducharé. ¿Era eso lo que os ha motivado a venir a verme?
—Mocosa insolente. Eres igual que tu padre. No, vengo porque ha llegado esto para ti. —Le tendió una caja a la muchacha—. Es de la bruja de tu abuela.
La joven tomó el paquete sin contestarle. Odiaba que se refirieran así a su abuela. Era la madre del padre que Lyra nunca había conocido. Según se decía, había muerto en un accidente en la fábrica, mientras su madre había estado embarazada de ella. Sin embargo, la mujer siempre decía que aquello era una mentira de la abuela, y que él la había abandonado. Durante muchos años, su abuela había sido su mentora y su confidente. Incluso ahora, fallecida apenas dos días atrás, la protegía, dejándole aquel local que había estado usando los últimos dos años como taller.
Sabía lo mucho que su madre odiaba aquel lugar, pero no podía hacer nada al respecto. Según las leyes de Ventrel, el taller era ahora de Lyra, pues la abuela se lo había legado mientras todavía estaba en vida. Pese a que la joven todavía no tenía dieciocho años, la abuela se había asegurado de dejar todos los gastos pagados del taller e incluir una cláusula por la que la madre no podía venderlo durante los dos primeros años, asegurándose que Lyra no se quedara sin su lugar de trabajo.
—¿Algo más, madre?
—Contigo nunca hay nada más. —Tras decir aquellas palabras, la mujer salió del taller, cerrando con un portazo.
Lyra se dejó caer en un asiento que tenía al lado del banco de trabajo, examinando la caja con cautela. Pensó en las palabras de su madre. Llamar a alguien bruja eran palabras mayores. Se decía que, muchísimos años atrás, había habido brujos en Ventrel. Sin embargo, según se contaba, se habían rebelado contra el gobierno, por lo que habían sido castigados con dureza. La muchacha ignoraba la veracidad de aquello, pero era cierto que el gobierno castigaba la brujería al mismo nivel que la traición, con penas muy severas que incluían muchos años de trabajos en las peligrosas calderas profundas, cuando no directamente la ejecución.
Decidió no pensar en aquello y abrió el paquete. Para su sorpresa, todo lo que incluía era un medallón simple, tallado en madera y lo que parecía un libro. Examinó la joya, de forma ovalada, con un símbolo extraño en una de las caras. Parecía una rombo tallado, con un cetro en medio. Lyra examinó maravillada la madera. En una ciudad donde cada vez crecían menos plantas, encontrarse una joya labrada en madera era toda una rareza. Sabía que se criaban plantas en invernaderos, para consumo humano y para la industria pero fuera de eso no había muchos lugares donde crecieran árboles. No lo hacían en las calles, según le había dicho su abuela, debido al humo de las fábricas, que mataba la mayoría de especies que se plantaran. Recordó que ella sí que cultivaba plantas en su casa y, curiosamente, nunca se le morían.
Recordando con nostalgia a la difunta anciana, observó el libro. Estaba encuadernado en cuero y cerrado con unas correas. Pero, en vez de una hebilla, las correas se cerraban en lo que parecía un pequeño candado con cuatro ruedecillas. En vez de números, había unos símbolos tallados en cada una de las caras, símbolos que Lyra no reconocía. En el fondo del paquete había una nota escrita a mano. No le hizo falta fijarse mucho para reconocer la caligrafía elegante y decorada de su abuela.
“Querida Lyra,
Hay muchas cosas que hubiera querido enseñarte. Por desgracia, mi hora ha llegado y no podré seguir siendo tu mentora. Sin embargo, confío en que encontrarás el camino que te propongas, pues siempre lo has hecho. Sé que tu madre nunca me aceptó, como seguramente tampoco aceptó a tu padre. Lo único que me consuela de su muerte prematura es que no ha visto en lo que su amor se convirtió.
En mi ausencia, te lego tres cosas. La primera ya la sabes, el taller que otrora fue de la familia. Creo que serás una gran relojera, tus ganas de aprender y tu capacidad para hacerlo sin maestro hacen de ti alguien excepcional. También te lego mi medallón, el cual abre la última puerta, si estás dispuesta a encontrarla. Finalmente te lego mi diario, donde encontrarás el camino, si estás dispuesta a recorrerlo. Por motivos de seguridad no puedo decirte cómo se abre, pero confío en que encontrarás la manera. Eso sí, debes saber que tan sólo tienes un intento. Si fracasas, el candado se romperá, y un vial de un potente ácido caerá sobre el lomo, manchando y destruyendo todas las páginas.
Confío en que hallarás el camino y, una vez recorrido, tomarás la decisión correcta.
Siempre te querré y desde el aire te estaré observando.
Tu abuela.”
Lyra notó que se le humedecían los ojos, al recordar a la mujer. Apretó con fuerza el colgante con la mano libre, mientras dejaba la nota en el banco de trabajo. Después tomó el libro con cuidado y lo examinó casi con un respeto reverencial. ¿Qué podría ser tan valioso como para protegerlo con ácido?
2. Rompiendo el candado:
La joven paseaba por las mal iluminadas calles de la ciudad baja sin rumbo fijo. A su alrededor, varios trabajadores salían de las fábricas, dispuestos a volver a sus casas tras un agotador día de trabajo. El silbido estridente de una locomotora anunciaba su inminente salida, haciendo que los operarios se apresuraran a subir al tranvía.
Ella no se subió, pues no tenía un destino al que volver. Se sentó en un banco de piedra, bajo una farola oxidada que bañaba el asiento en una amarillenta luz. Desde su posición observó como la estación de tranvía se vaciaba tras una humareda.
—¿Otra vez por aquí? —Una voz masculina la sobresaltó y le hizo dar un bote.
—¡Fausto! —Recuperando la compostura, se permitió sonreír—. ¿Hoy también patrullas?
El joven asintió, clavando sus ojos miel en la muchacha, mientras se apartaba el cabello largo y castaño de la cara. Fausto era uno de los más recientes guardias de Ventrel. Había aprobado el curso de acceso hacía justo un año, convirtiéndose en uno de los guardias más jóvenes de la ciudad. Era dos años mayor que ella, pero siempre se habían llevado muy bien y compartido todo. Sus familias eran vecinas y en no pocas ocasiones Fausto había sido un hombro en el que apoyarse cuando más lo había necesitado. Era su refugio, alguien con quien siempre estaba a gusto, incluso cuando no decía una palabra. Admiraba su diligencia con el trabajo de policía, sus maneras de hablar, de moverse, incluso el cómo le sonreía. Sin embargo, nunca se lo diría. Fausto nunca se fijaría en alguien como ella, no tenía sentido romper lo que ahora tenían como amigos.
—A este paso os harán dormir de pie. ¿Es que acaso hay problemas? —Lyra abrió mucho los ojos, ofreciéndole asiento a su lado.
—No me puedo sentar, se supone que estoy de servicio.
—Oh, vamos. No hay más soldados. No pasará nada por qué descanses unos minutos.
—Pasa que voy de uniforme. Me quedaré de pie si n te importa —contestó, socarrón—. Y no, no hay más problemas que un día normal, no te preocupes. —La expresión se le suavizó y le regaló una de esas sonrisas que hacían que el estómago de Lyra se encogiera—. Y no trabajo más que tú. Dime, ¿cuántas horas te pasas cada día en ese taller? ¿Diez, doce?
La muchacha negó con la cabeza.
—Hay días que me llego a pasar catorce. Pero porque el tiempo ahí pasa diferente. No me doy cuenta y las horas pasan.
—Ya, pues bueno, algo así me pasa a mí. —El joven compuso un gesto serio de repente—. Al menos vas a casa a dormir, ¿no?
La expresión de Lyra se endureció.
—¡Qué remedio! De momento no tengo otra opción. Cuando sea mayor de edad podré dormir en el taller y no tendré que volver a esa casa nunca más, ni ver a esa mujer que se hace llamar madre. —Le lanzó una mirada de advertencia—. Y no me vayas a decir que es mi madre. Ya lo sé. Eso es lo peor, que lo es. Y que le encantaría que fuera como ella.
—No he dicho nada. —Fausto alzó los brazos en tono conciliador—. No te lo iba a decir. Me gustaría que os pudierais llevar bien, pero porque eso significaría que tú estarías más tranquila. Pero si no puede ser, que así sea. —Lyra notó que la miraba de soslayo—. A mí no me gustaría que te dedicaras a lo que se dedica ella, si te sirve de consuelo.
Aquel comentario no le pasó desapercibido. Quiso contestarle, pero las palabras se le perdieron en la garganta. .
—Me tengo que ir. —Por alguna razón le evitó la mirada—. ¿Nos veremos con más calma otro día?
—Sí, claro. —Le contestó aturdida, sin pensar muy bien—. Puedes pasarte por el taller un día, si quieres.
El muchacho asintió y se alejó del banco, mientras Lyra se quedó de pie, viéndole partir. ¿Qué había sido aquello? Era la primera vez que le decía algo así. Tenía muy claro que no quería hacer lo mismo, pero nunca se lo había oído decir a él.
Por primera vez desde la muerte de su abuela, el mundo se le hizo algo más colorido. Era una mera fantasía, pero quería creérsela, al menos de momento. Sonriendo de oreja a oreja por primera vez desde la pérdida de su abuela, la joven echó a andar, alternando sus pensamientos entre Fausto y el diario que todavía no había podido abrir.
De repente, mientras paseaba por una zona que conocía bien, cerca del taller, notó un zumbido breve en la pierna derecha. Fue tan breve que, por un instante, creyó habérselo imaginado. Sin embargo, la sensación volvió de nuevo, y tan pronto como vino se fue. Frunció el ceño y flexionó la rodilla un par de veces No se le había dormido. Se llevó la mano al bolsillo casi instintivamente, justo cuando un tercer zumbido le acarició los dedos, mientras sacaba lo único que llevaba encima. El medallón.
Lo observó con detenimiento, apoyándolo en la mano izquierda. Estaba como siempre, inerte. Al instante, un cuarto zumbido lo hizo vibrar, mientras que el símbolo que tenía tallado se iluminó en una luz anaranjada casi imperceptible. Abriendo mucho los ojos, miró a su alrededor. No había nadie en la calle, por lo que nadie había visto aquello. Extrañada, se lo guardó de nuevo en el bolsillo y retrocedió sobre sus pasos, volviendo a casa. Un miedo irracional se apoderó de ella, temiendo que la acusaran de brujería. Era totalmente alocado, ni siquiera creía que aquél colgante pudiera ser brujería, pero las palabras de su madre acerca de su abuela le volvieron a la mente. Y, aunque ella estaba bastante segura de que la brujería como tal no existía, sí que había visto a gente ser juzgada por acusaciones y sospechas de eso.
Curiosamente, durante el camino de vuelta, no volvió a zumbar. Aquello la extrañó, pero decidió que lo investigaría en casa. Al llegar a su portería, se topó con un hombre que la miró de arriba abajo. Por el aspecto tendría unos cuarenta años. Vestía el uniforme de un banco, a diferencia de los operarios, no olía a carbón ni a sudado, si no a una colonia penetrante que le llegó incluso desde la distancia.
—Vaya, vaya, tu debes de ser Lyra. —El hombre clavó los grisáceos ojos en ella, claramente mirándole el pecho—. No has heredado sus talentos, por lo que veo.
Mordiéndose la lengua, esbozó una sonrisa cordial.
—Me temo que no. Yo soy relojera, no cortesana.
—¿Relojera? Eso no es trabajo para una dama. —La miró con desdén—. En fin, quizá si un día vuelvo y estás tú, tu madre acceda a que te unas. Estoy seguro que no le dirá que no a una buena oferta. Y te enseñaré qué trabajo es el mejor para una dama. Quizá solo te falta… un poco se apertura de mente.
Observó como se marchaba, con el estómago revuelto y estando en guardia.No iba a dejar que ese hombre la tocara. Conocía lo suficiente a su madre como para saber que sería capaz de alquilar también su cuerpo, como hacía ella con el suyo. Ya había pasado, apenas un año antes. La había dejado a solas con otro cliente que había pagado por ella. De no ser por que se lo vio venir, se hubiera quedado encerrada en la habitación y quién sabe que le hubiera hecho el cerdo aquel. Desde entonces, si ya aguantaba poco a su madre, ahora, simplemente, la odiaba. Lejos de pedirle perdón, su madre actuaba sin importarle lo más mínimo que sus clientes intentaran algo con su propia hija. Cada día su madre tenía varios y, a diferencia de lo que ocurría con la mayoría de prostitutas del barrio, tenía clientes adinerados, a los que les cobraba más del triple de lo que otras. Según se comentaba, todos repetían, e incluso ella se vanagloriaba de su fama, alegando que el sexo era otra manera más de obtener dinero, como la minería o como la industria. Para la mujer, las ideas que tanto habían calado en Lyra, sobre las historias de amor recogidas en los libros que devoraba, no eran más que eso, historias inventadas.
—Vaya, ya has vuelto. —La madre la saludó justo cuando Lyra entró a la cocina.
—Me he encontrado con uno de tus clientes en la puerta. Ha sido bastante desagradable. —Ni siquiera la miró, mientras iba a servirse un pedazo de una tortilla fría hecha el día anterior.
—¿Por qué? ¿Acaso te ha preguntado tu precio?
—Me ha mirado como si fuera un trozo de carne.
—Un trozo de carne sin mucho volumen. —Como siempre fue a meterse con el físico, lo que más le molestaba—. Veremos qué pasará cuando llegues a tus dieciocho años y te eche de casa. Quizá hasta reconsideres vender tu primera vez para poder comer.
Notando que la sangre se le subía a la cabeza, Lyra abandonó la cocina, dirigiéndose a su habitación, el único lugar medianamente seguro de aquella casa. Abrió la puerta y la cerro tras de sí, protegiéndola con los dos cerrojos mecánicos que ella misma había instalado unos años atrás. Lo había hecho después de un susto con uno de los clientes habituales, que, según él, se había confundido de habitación. Su madre no lo reprendió, incluso la regañó a ella por montar un escándalo ante una simple confusión, en palabras suyas.
Una vez asegurada la puerta, se dirigió al armario, donde guardaba el diario. Lo dejó encima de la cama, junto con el colgante. Escuchó una voz masculina y decidió esperar a que su madre estuviera pendiente de su nuevo cliente. Cuando los primeros gemidos inundaron la casa, se puso su chaqueta vieja, se guardó lo que le había legado la abuela y salió de nuevo a la calle. Tenía que ser rápida, pues en Ventrel había un toque de queda desde las nueve de la noche para todos los menores de edad y desde las once para todos los adultos, excepto los que tuvieran permiso. Era casi la hora, por lo que corrió rauda hacia el taller, esquivando a quienes la miraban con curiosidad.
El tañido aún flotaba en el aire cuando cerró la puerta. Había llegado a tiempo. Su lugar seguro. Allí donde los clientes de su madre no vendrían a buscarla. Se dejó caer, agotada, sobre el asiento que tenía al lado del banco de trabajo, mientras observaba las dos cosas que le había legado la abuela.
El medallón seguía inerte, no había vuelto a zumbar ni a iluminarse. Lyra estaba segura de que el libro tendría información al respecto, pero no se había atrevido a abrirlo. Un simple desliz podría hacer que toda la información se perdiera para siempre. El problema era que no sabía por donde empezar. Como había hecho tantas otras veces en los últimos dos días, tomó el diario y examinó el mecanismo. Los símbolos seguían sin decirle nada. Giró una de las ruedas, buscando alguna muesca, algo que delatara qué símbolo iba en cada lado. Tan solo recibió el sonido metálico de los engranajes al girar. Entornó los ojos. Sonido. Eso era. Los abrió de golpe. Tenía una idea.
Se levantó y fue hacia el cajón de herramientas. Ahí tenía un fonendoscopio viejo que utilizaba para escuchar los engranajes de los relojes antes de abrirlos. Se lo colocó y ubicó el diafragma encima del cierre. Respiró hondo, concentrándose en el sonido del mecanismo cada vez que giraba las ruedecillas. Empezó por una y contuvo la respiración. El mecánico sonido acompañó cada giro. Siempre era el mismo sonido, no había variaciones. Sin embargo, siguió insistiendo, sabedora de que necesitaba aclimatar el oído. Entonces lo escuchó. Había siete sonidos idénticos, pero había uno que sonaba mate. Era casi imperceptible, pero no tenía ninguna duda. Era diferente.
El corazón le empezó a latir más rápido, amenazando con impedirle la auscultación del cierre mientras repetía el procedimiento con cada rueda selectora. De nuevo tuvo que concentrarse y contener la respiración. El saber las características del sonido la ayudó, y tardó menos en escuchar el característico sonido mate en las siguientes ruedecillas. Pronto tuvo una combinación de símbolos que anotó cuidadosamente en su libreta. Dejó el fonendoscopio en la mesa y, con manos temblorosas, buscó la diminuta palanca que abriría el mecanismo o destrozaría todo el contenido. Confió en estar segura de que lo había hecho bien, pero los dedos le temblaron y el libro cayó al suelo. Asustada, lo cogió con presteza y empezó a examinarlo. Si se había roto el mecanismo, todo habría sido en balde. Al no ver nada extraño lo accionó, sin atreverse a mirar. Escuchó un chasquido y, al devolver la mirada al cuaderno se lo esperó encontrar siendo consumido por el ácido. En su lugar, se encontró el mecanismo abierto, por lo que lo pudo retirar. El diario de su abuela, por fin, estaba abierto para ella.
3. La puerta olvidada:
Si el mecanismo ya era extraño, el contenido del diario lo dejaba en ridículo. Su abuela hablaba de cosas que no tenían sentido, había recetas para hacer crecer las plantas o incluso para hacer ungüentos que, según rezaban las anotaciones, servían para sanar heridas. Todas estas recetas estaban decoradas con símbolos en los márgenes, algunos incluso eran los mismos que los que aparecían en el cierre. Por lo que dedujo, había ocho símbolos diferentes, había, de hecho un dibujo de una rueda con los ocho símbolos dispuestos de una manera concreta. Los cuatro que habían abierto el diario, curiosamente, eran los cuatro que formaban una cruz, y estaban colocados en sentido horario. Se preguntó que serían esos dibujos, mientras le echaba un vistazo al resto del contenido. Su abuela había dedicado varias páginas a hablar de la energía, pero no se refería a la electricidad o al movimiento. Tampoco al vapor. Hablaba de lo que llamaba la energía mística, la magia. Al principio, Lyra no dio crédito a lo que tenía frente a sí. ¿Magia? Aquella palabra le pesó como una losa. Si era cierto, su madre había tenido razón al llamarla bruja.
Sin embargo, todo lo que encontró fue una introducción teórica a algo que, según estaba escrito, era una forma de energía que estaba ahí, en el mundo. Pero ella jamás la había percibido. Estaba segura de que la mayoría de la gente tampoco lo hacía. Casi sonaba como si de una religión se tratara.
Las últimas páginas, en cambio, sí que le llamaron la atención. Había un dibujo de lo que parecía un laberinto. Varios pasillos se entremezclaban, algunos cortados y otros continuaban, retorciéndose sobre el papel hasta llegar a lo que parecía una puerta, dibujada con cinco símbolos alrededor. Reconoció el del medio, era el mismo que el que estaba tallado en el medallón. No tenía duda, era un mapa. En el otro extremo del mapa se veían los nombres de algunas calles. Pensó primero que podía ser un plano de la ciudad, pero algo no le cuadraba. Conocía aquella zona muy bien, de hecho, una de las calles estaba cerca del taller. Frunció el ceño, recordando que, justamente, el colgante había vibrado y zumbado cuando había estado deambulando por aquella zona.
Extrañada e intentando encontrarle un sentido a todo aquello, se levantó para abrir las pequeñas ventanas del taller. Necesitaba aire fresco. Al asomarse vio una pequeña columna de vapor salir por uno de los respiraderos que conectaban las calderas, en el subsuelo, con las fábricas. Sabía, como todo el mundo, que aquellos tubos eran traicioneros, pues discurrían por el alcantarillado y no en pocas ocasiones se rompían o incluso la presión provocaba pequeños reventones. Volvió a mirar la alcantarilla y, de golpe, tuvo una sospecha. ¡Las alcantarillas! ¿Y si el laberinto era en realidad un plano del alcantarillado?
Sopesó la posibilidad, el problema era que no tenía manera de comprobarlo si no era bajando ella misma. Algo que estaba terminantemente prohibido, puesto que tan solo aquellos con autorización podían. Decidió que le preguntaría a Fausto, seguro que él le podría confirmar si era parte del alcantarillado o no.
Exhausta, justo cuando el sol despuntaba por el horizonte se permitió relajarse en el asiento. Tras lo que pareció un instante, unos golpes en la puerta hicieron que se levantara sobresaltada. Miró por la ventana, el sol estaba ya en todo lo alto. Se había dormido. Pensó en los clientes que podía tener, no recordaba tener cita con ninguno aquel día. Extrañada, fue hacia la puerta y la abrió.
—¿Fausto? —Entornó los ojos ante la luz que entraba desde el exterior, mientras el joven, vestido con ropa de calle, la miraba con una sonrisa—. ¿Qué sucede?
—Me dijiste que podía pasarme por el taller.
—Sí, pero no te esperaba.
—¿Interrumpo algo? Puedo volver en otro momento.
Lyra negó con la cabeza.
—Hoy no tengo a nadie. Por favor, pasa.
Lo invitó a pasar, arrepentida por no haber ordenado nada los días anteriores. Todavía tenía el medallón y el diario abierto en el banco de trabajo, aunque el chico fue directo hacia las herramientas y los relojes que tenía a medio reparar.
—¿Sabes? Siempre me ha fascinado lo que puedes hacer. Veo estos engranajes y pienso que sería incapaz de tocar nada sin romperlo.
Lyra sonrió ante el comentario, tomando unas pinzas y señalándole con ellas el reloj abierto.
—No es tan difícil. ¿Ves? —Señaló un pequeño engranaje unido a un perno que salía del reloj y terminaba en una rosca—. Este es el mecanismo para darle cuerda. —Notó como Fausto se le acercaba más, estando muy cerca de ella. Tuvo que concentrarse en el reloj, no en la respiración de su amigo, que la notaba muy cerca—. Y este otro es el mecanismo del segundero. —Quiso continuar pero notó las manos de él sobre las suyas—. ¿Fausto? —Sus miradas se encontraron y, por unos instantes, Lyra estuvo segura de que el tiempo se había logrado detener.
—Lo siento. —Retiró la mano, mientras retrocedía un par de pasos—. Me he dejado llevar, supongo. Siempre me ha gustado escucharte hablar de los relojes, los engranajes y demás. A pesar de que la mayoría de veces no entiendo nada. —Negó con la cabeza—. Lo siento, —repitió—. No quería incomodarte.
—No lo has hecho. —Lyra se acercó a él, casi movida por su instinto, y le tomó la mano—. No me incomoda que me tomes de la mano.
Ambos cruzaron miradas de nuevo y la joven no pudo evitar fijarse en los labios del chico. Por primera vez desde que lo conocía notó un impulso desconocido para ella. Sin pensar, se inclinó hacia él y los besó fugazmente. Apenas duró un instante, pero fue suficiente para que recobrara los sentidos.
Fausto la miraba, aparentemente tan sorprendido como ella por su atrevimiento.
—Vaya. Esto sí que no me lo esperaba. —Fue él quien rompió el silencio.
—¿Te ha molestado?
El chico negó con la cabeza.
—No, no es eso. Es solo que no me lo esperaba. Pero no me disgusta.
Tras aquellas palabras, el chico se inclinó sobre ella y ambos se volvieron a besar, esta vez con algo más de pasión. La joven se sorprendió al notar la lengua del chico en su boca y respondió con torpeza. Cuando se separaron, ambos se miraron con complicidad. Aún con el sabor del beso, observó al chico volver la vista hacia el diario.
—¿Qué es esto? —Fausto miró con curiosidad el libro—. ¿Qué son todos estos símbolos? ¿De donde ha salido esto?
—No lo sé. Me lo dejó en herencia mi abuela. —Decidió ser cauta con lo que le iba a contar y omitió que uno de los símbolos era el del medallón que seguía en el banco de trabajo—. Tengo mucha curiosidad con este esquema. ¿Crees que puede ser un mapa de algo? ¿Las alcantarillas tal vez?
Fausto frunció mucho el ceño, mientras se miraba el dibujo y lo reseguía con un dedo.
—Las alcantarillas están prohibidas para todos menos los operarios y la policía. No entiendo cómo podría haber conseguido tu abuela un plano. No lo sé, Lyra, podría ser un plano, sí, pero no estoy seguro. Creo que es algo que debería investigar. ¿Te importaría que me llevara el libro?
La muchacha notó un nudo en la garganta. Se acababa de besar con él, y quería que estuvieran bien. No sabía si iban a haber más besos, esperaba que sí. Pero, al verlo agarrar el libro, sintió que no quería que se lo llevara. Había menciones a la magia, no quería tener problemas, ni que los tuviera él. Sin dudarlo, se lo arrancó de las manos.
—¿Lyra?
—Si no te importa, me gustaría conservarlo. Es el único recuerdo de mi abuela. Simplemente tenía curiosidad por el esquema, nada más.
—Entiende que es algo sospechoso. Además, sabes que si quisiera, podría ordenarte que me lo entregaras. Te recuerdo que soy policía. Esos símbolos podrían ser inofensivos pero podrían estar relacionados con cultos de esos que practican la magia. De ser así necesitaríamos investigar si tu abuela practicó brujería o algo así.
Aquellas palabras la golpearon como si de un mazazo se tratara. Dolida, entrecerró los ojos, mientras caminaba hacia la puerta, con el libro entre los brazos.
—Vete, por favor.
—¿Cómo dices?
—¡Qué te vayas! ¿Me vas a arrestar? ¿Hace menos de una semana de la muerte de mi abuela y sacas el tema de la brujería? ¿En serio? ¿Es que quieres hacerme daño?
—No. No es eso. Joder, Lyra, no es eso. Justamente no quiero que te pase nada. Por eso creo que es mejor que lo investiguemos.
—No. Es mejor que te vayas y te olvides de la pregunta que te he hecho. Por favor.
Fausto negó con la cabeza.
—Vale, pero te aconsejo que te deshagas de ese dibujo. Si no me lo vas a dejar para investigar, te aconsejo que arranques la hoja y la quemes. Si alguien la descubre puedes verte arrestada e interrogada.
—Yo no tengo nada que ver. No se puede demostrar que lo haya hecho yo o que haya entrado en las alcantarillas.
—¿Y crees que te van a creer de buenas a primeras? No, te van a interrogar. Y créeme, no quieres que la policía te interrogue bajo sospechas de estar involucrada en brujería.
Lyra negó con la cabeza, mientras invitaba a Fausto a irse. Él se marchó tras mirarla con cierta pena, pero ella mantuvo una expresión lo más neutral posible. Cuando se fue, cerró la puerta con llave y corrió las cortinas. El estómago le rugía, no había comido nada desde el día anterior. Miró la página, pero en vez de arrancar la hoja y destruirla, se la guardó en un bolsillo, junto al colgante. Después tomó una mochila, guardó una lámpara de aceite y salió del taller, dispuesta a comprarse algo para comer con las pocas monedas que tenía.
Tras la frugal cena, escuchó las campanas que iniciaban el toque de queda. Sin embargo, en vez de dirigirse al taller, abrió el libro y observó lo que creía que eran las entradas al alcantarillado. Estaba al lado de una, por lo que se ocultó en un callejón oscuro y maloliente, atenta a que nadie la sorprendiera. Sabía que se estaba arriesgando, pero la mención de la magia y los símbolos habían despertado su curiosidad. Con cautela, avanzó hacia la tapa y, observando que nadie la descubriera, la levantó y bajó por las oxidadas escaleras, volviendo a cerrar la tapa tras de sí.
Una vez tocó el húmedo suelo de la alcantarilla, rebuscó en la mochila y sacó la lampara de aceite. La encendió y una fantasmagórica luz anaranjada iluminó los malolientes pasillos. La sensación era claustrofóbica, y por un momento la muchacha temió que si se adentraba en esos túneles no sería capaz de encontrar la salida. Con la mano libre abrió el diario y respiró hondo, ignorando el mal olor. Sabía donde estaba, tan sólo se tenía que orientar.
Empezó a caminar, pendiente de cualquier sonido que pudiera indicar la presencia de algún guardia, mientras vigilaba que el peligroso vapor caliente que circulaba por las tuberías y que escapaba por algunas juntas viejas no le diera en la cara. Al poco de empezar a caminar, notó de nuevo el zumbido. Apoyó la lámpara en el suelo y lo tomó, colgándoselo. Conforme caminaba y se acercaba más a donde estaba marcada la puerta, más zumbaba y brillaba el colgante, primero con un destello tenue pero después con mucha más intensidad, hasta el punto que iluminaba más que la lámpara.
Bajó por lo que parecía el último pasillo y se encontró con un callejón sin salida. Estaba oscuro salvo por la iluminación que traía consigo. Por un instante, esperó que pasara algo, pero conforme pasaron los segundos, Lyra tuvo claro que no iba a pasar nada solamente por estar ahí. Se acercó al final de la sala y observó, maravillada, que la pared no era como las otras. En su lugar, había algunos grabados, los mismos que aparecían en las páginas que había inspeccionado varias veces. Y, en el centro, en vez de un grabado, había un agujero. Lo examinó mientras guardaba el diario y tomaba el medallón. Parecía encajar a la perfección, por lo que decidió, todavía llevándolo colgado, introducirlo.
Casi al instante, notó cómo el suelo vibraba, mientras los símbolos se iluminaban con la misma luz anaranjada. Lyra recuperó la joya, en parte nerviosa, por no saber qué estaba pasando y en parte fascinada. Frente a ella, un trozo de pared se movió, abriéndose hacia dentro, revelando unas escaleras de piedra pulida que descendían hacía la oscuridad y que habían permanecido ocultas.
Con una última mirada atrás, Lyra cogió la lámpara y, movida por la curiosidad, cruzó la puerta camuflada.
4. La biblioteca oxidada:
Las escaleras bajaban de forma pronunciada, enroscándose en una suerte de escalera de caracol que perforaba las entrañas de la tierra. La joven descendía de forma mecánica, con la única compañía del colgante, cuyo zumbido y brillo delataban su solitaria presencia. Finalmente, tras un tiempo que no supo concretar, las escaleras finalizaron y se encontró frente a una puerta. Era metálica y, a juzgar por la cantidad de óxido, muy vieja. No tenía cerradura ni manecilla, tan sólo unos grabados indescriptibles, con formas retorcidas que quizá antaño tuvieron algún sentido, pero que ahora no eran más que caprichosas líneas sobre el viejo metal.
La única forma que la muchacha reconoció fue la de una llave, ubicada en el centro de la puerta, cuyo relieve estaba conservado. Al inspeccionarla con detenimiento, Lyra observó que el ojo de la llave era lo suficientemente grande como para que el medallón encajara. Recordando cómo había hecho en la puerta de las alcantarillas, repitió el proceso. Al instante, dejó de zumbar y perdió todo brillo, sumiéndola en una oscuridad tan sólo salpicada por la lámpara de aceite que todavía mantenía encendida.
Notándose el corazón latiéndole en el pecho, esperó a que hubiera alguna reacción en la puerta. Nada. Retiró la joya pero no se volvió a iluminar. Decidió buscar en el diario de su abuela, pero apenas llegó a tocar el libro, el quejido de unas bisagras que habían estado demasiado tiempo sin moverse precedió al de la puerta. Se estaba abriendo. Una leve brisa hizo que entornara los ojos. Estaba a decenas de metros bajo tierra, estaba segura. ¿Cómo podía correr el aire ahí?
Cruzó la puerta con más preguntas que respuestas. A sus espaldas, el mismo chirrido metálico volvió a sonar, seguido de un portazo. Estaba atrapada. Notó que se le secaba la boca, pero al mismo tiempo, notó que el aire era fresco, agradable. Movió la lámpara de aceite, iluminando el suelo, y observó que había una alfombra frente a ella. Caminó un paso corto, dubitativo. Al pisarla, escuchó el sonido de varias llamas encenderse.
Lyra observó maravillada cómo la oscuridad se desvanecía a medida que varias antorchas que habían permanecido ocultas se encendían solas. Llamas rojas, verdes y azules bañaban de luz una estancia ciclópea, cuyo techo abovedado se extendía muy por encima de las incontables estanterías llenas de tomos. A izquierda y derecha se extendían, recorriendo la pared circular. En un primer vistazo, la joven calculó que podría haber cientos de libros ahí, muchos más que los que había visto hasta la fecha. Y, sin embargo, no fueron los libros lo que más le llamó la atención. En el centro de la sala había un estanque, con plantas que flotaban en el agua y que no había visto nunca. Alrededor del estanque había cojines aterciopelados, tapizados con una tela granate y rematados con bordados dorados. Todos los cojines lucían símbolos. Al abrir el diario comprobó que algunos símbolos coincidían con los dibujados allí.
Un gentil soplo de aire que aparentemente había aparecido de la nada removió las páginas del antiguo libro. Creyó ver movimiento entre las estanterías. Una sombra más fluida que el vapor, que observó por el rabillo del ojo. Se volvió y casi se tropezó. No estaba sola. Frente a sí tenía la silueta de una mujer, salvo que era translucida, hasta el punto que podía ver parcialmente lo que había detrás de ella. Había leído historias en las que se mencionaba a los fantasmas, espíritus de personas que, al morir, se quedaban en el mundo terrenal. Nunca les había dado crédito, pero ahí estaba, una mujer que, a juzgar por las apariencias, no sería mucho más mayor que ella. Podía distinguir con claridad sus facciones, una cara más angulosa que la suya, el rostro cubierto de pecas, un cabello largo, asilvestrado y anaranjado y unos ojos grandes, verdes, que la miraban con lo que parecía ser una mezcla de curiosidad y diversión.
—Primera vez en la biblioteca, ¿verdad? —La chica habló con voz serena, mientras flotaba hacia Lyra. Vestía unos ropajes anchos, casi como si llevara varias túnicas, una encima de la otra—. ¿Cómo te llamas?
—Lyra. —Contestó sin dudar—. ¿Eres un fantasma? —Se sintió muy tonta por preguntarlo, siempre le habían dicho que los fantasmas no existían, pero no sabía qué otra cosa podía ser.
Para su sorpresa, su interlocutora asintió.
—Encantada, Lyra. Soy Elia, es un placer conocerte. Y sí, soy un fantasma. O un espíritu, como prefieras. Intuía que podías ser tú, tu abuela siempre te mencionaba. El hecho de que estés aquí implica que ella ya no está entre nosotros, ¿me equivoco?
—No, no te equivocas. —Frunció el ceño. Todo aquello era muy extraño—. ¿Cómo es que eres un fantasma? —Elia arqueó una ceja, pero Lyra ignoró el gesto—. ¿Cómo es que esto existe? ¿El medallón, las llamas, el aire fresco, tú? ¿Qué está pasando?
Elia se acercó más a ella y extendió una mano, con la palma hacia arriba. Cerró los ojos y murmuró algo. Al volver a abrirlos, un pequeño orbe de luz se materializó a escasos centímetros de la mano.
—Creo que sabes la respuesta, de lo contrario no estarías aquí. ¿Por qué no tratas de adivinarlo?
Lyra negó con la cabeza. Una sola palabra le vino a la mente, pero era una idea inverosímil. Aún así, era la única explicación posible.
—¿Magia? —Lo dijo en voz baja, casi como si fuera un secreto.
—Magia, exacto. Supongo que sabes lo que pasó en la ciudad hace ya unos siglos, ¿no?
—Sé que una acusación de brujería es algo muy serio. Y sé que cualquier mención a la magia es censurable. Pero siempre he pensado que era simplemente porque la magia era una fantasía que podía hacer que la gente se distrajera y pensara menos. —Hizo una pausa. Tenía que haber alguna explicación lógica, aunque cuantas más vueltas le daba, más le parecía que, justamente, aquella era la explicación lógica—. ¿De verdad existe? ¿La magia, la brujería? ¿No es un pretexto para arrestar a la gente?
—La brujería y la magia son dos maneras de referirse a lo mismo, joven Lyra. —Elia se giró y flotó hacia una estantería—. Sí, claro que existe, tú misma lo estás experimentando. Hace siglos, aquí, en Ventrel, hubo un gran conflicto entre magos y mecánicos. A raíz de aquello, se prohibió la magia y los pocos que quedamos tuvimos que practicarla a escondidas. Aún así, fuimos perseguidos, cazados como alimañas. Por eso fundamos este lugar seguro, esta biblioteca en la que estás tú ahora y en la que estuvo tu abuela antes que tú.
—¿Mi abuela? —Los recuerdos de su madre llamando bruja a su abuela volvieron a su mente de repente. Resultaba que tenía razón. ¿Quizá lo sabía?
—¿Sabes si mi abuela le dijo a alguien acerca de que ella venía aquí?
—No se lo dijo a nadie, y tú tampoco lo harás. Debes mantener este lugar en secreto, incluso a costa de tu vida.
—¿Por qué? —Lyra pensó en Fausto. Confiaba en él, pero pensó en cómo le había pedido examinar el diario al ver los símbolos. Un pensamiento le atravesó la mente—. ¿Acaso los guardias de la ciudad creen que todavía existen los magos?
—Así es. Sé que en los niveles superiores, los mandamases todavía creen que existimos. Que existís, ya que yo soy una mera fantasma. Es por eso que debes mantenerlo en secreto. Esta biblioteca es lo único que nos queda de nuestro pasado como magos. Todo nuestro conocimiento está aquí, a tu disposición si lo quieres aprender. Podrás ser bruja si así lo deseas. A cambio, tan sólo te pido tu silencio.
—¿Puedo negarme? —La muchacha no estaba segura si quería estar siempre ocultando eso—. ¿Qué pasaría si no quisiera ser bruja?
Elia ladeó la cabeza.
—En ese caso, tendría que tomar medidas más drásticas, las cuales no quiero tomar, como borrarte la memoria. Y si decidieras traicionarme y vinieras con los guardias… —Señaló unos tubos que estaban entre un par de estanterías. Eran muy gruesos y había una llave de paso de color rojo brillante—. ¿Ves eso? Parece una canalización más, pero hay contenido aire muy caliente y a muchísima presión. Es un conjuro que muchos antes que tú han alimentado. Si la biblioteca se ve amenazada, la sellaría y abriría la llave.
Un sudor frío le recorrió la espalda a Lyra mientras escuchaba la explicación. Tenía un mal presentimiento.
—¿Que pasaría si se gira la llave?
—Todo ese aire iría a parar a las calderas del subsuelo, aumentando de forma brusca la presión, provocando que reventaran. A su vez, esas explosiones provocarían otras en cadena que alcanzarían la superficie.
—¡Pero eso podría destruir la ciudad! —Tenía que ser un farol, no podía ser tan sencillo destruir Ventrel. —. ¿Realmente podrías destruirlo todo?
—Sí.—Elia se encogió de hombros—. Piensa que es una medida drástica, que va contra lo que los magos defendemos. Esto segaría la vida de la mayoría de habitantes de la ciudad. No es algo que deba ser infravalorado. Y volviendo a tu caso, tienes más a ganar si decides estudiar la magia. Tu abuela lo hizo y se convirtió en una maga experta, especialmente en el cuidado de las plantas.
—Si aprendo magia, ¿la podré ver, como te veo a ti? —Quería verla y preguntarle muchísimas cosas acerca de ese lugar, de todos los secretos que se había guardado hasta el final. De golpe sentía que no la conocía.
—No. Por desgracia no hay magia que te comunique con los muertos si ellos deciden irse al más allá. Piensa que la magia consume parte de nuestra energía. Igual que cuando caminas te cansas y si corres te agotas antes, la magia se cobra un precio en energía. Cruzar al mundo de los muertos es el último pago, pues no hay energía suficiente en el mundo que pueda traer a alguien de vuelta. Y no, antes de que me lo preguntes, lo mío es diferente. Yo decidí quedarme para enseñara a las nuevas generaciones. Lyra asintió con gravedad, entendiendo que nunca más podría hablar con ella. Pensó en lo que le había dicho Elia. Su silencio a cambio de aprender magia. Tenía miedo de que se le escapara, puesto que su vida podía estar en juego Por otro lado, la idea de aprender magia como había hecho su abuela le parecía interesante. Siempre había sido curiosa, y no podía negar que descubrir la magia le parecía un reto.
—¿Crees que podré aprender como mi abuela? Nunca he tenido contacto con nada mágico, nunca he hecho ningún conjuro ni nada así.
—No necesitas haber hecho nada. —Elia sonrió—. Tu poder está ahí, como el de todo el mundo. Entonces, ¿te has decidido? ¿Vas a aprovechar la biblioteca?
Lyra cerró los ojos un instante, antes de abrirlos y asentir.
—Bien. Bienvenida oficialmente a la Biblioteca Oxidada. Hoy empiezas como aprendiz.
5. Compañía indeseada:
Las siguientes semanas fueron muy especiales para Lyra. Por las mañanas trabajaba en el taller, mientras que por las tardes se dedicaba a dormir para, por la noche, escabullirse por las alcantarillas y llegar a la biblioteca oxidada. Elia había estado todo el tiempo instruyendo a la muchacha en los fundamentos de la magia. Le había enseñado el significado de algunos símbolos, lo más importantes, como los que representaban los elementos, las fuerzas de la naturaleza o incluso las posiciones de los astros. Cada fase de la luna tenía un símbolo, además de cada planeta, incluso algunas alineaciones particulares tenían el suyo.
Al principio, se había sentido abrumada. Era muchísima información, que debía complementar con clases prácticas. La hechicera la hacía meditar cada día unas horas, pidiéndole que relajara la mente y la dejara en blanco para poder percibir la magia a su alrededor. En palabras de su mentora, la magia nunca había abandonado Ventrel, simplemente las personas habían estado demasiado tiempo desconectadas, provocando que no fueran capaces de sentir la energía mágica que seguía presente.
Los primeros días, Lyra no notaba nada cuando meditaba. Era una sensación extrañamente relajante, podía estar horas escuchando el suave viento que se arremolinaba y que, en ocasiones, hacía que algunas plantas salpicaran sobre el estanque. Durante esos momentos, le parecía que la mente divagaba, hasta el punto de tener miedo de dejarla libre. Elia le decía que no la apresara, pues esa sensación era el anhelo de su consciencia de retomar el contacto con la magia, un contacto que debía ser tan natural como respirar.
Finalmente, lo logró. Uno de los días que dejó la mente libre, notó una sensación cálida, como si una caldera se hubiera encendido en la biblioteca. Salvo que el calor no venía de fuera, si no de dentro de cuerpo. Empezó a sudar, a sentirse febril. Instintivamente levantó la mano y oyó en la lejanía la voz de Elia. Escuchó sus consejos e intentó imitarla. El aire de la estancia de volvió más ligero y caliente. Abrió los ojos, sorprendida por lo que estaba pasando y el hechizo de cortó.
Desde aquel día, había hecho algunos progresos. Había aprendido a sentir la magia y a moldearla de una manera tosca. En palabras de Elia, manejar la magia era cómo moldear arcilla, con el tiempo y la práctica, sería capaz de obtener hebras más finas y conseguir mayor precisión en sus conjuros. Había también aprendido que los símbolos eran en realidad runas y glifos y que no sólo se podían usar para anotar conjuros o codificar cosas. También podían armarse con magia y dejar los hechizos latentes, permitieron que extrajeran la magia del entorno. Para Elia, que un hechizo pudiera extraer la energía de fuera era el argumento definitivo de que la magia seguía ahí, en la ciudad.
La joven se levantó cuando el sol casi caía, gracias a un despertador que había montado con sobrantes de otros relojes. Observó con felicidad las plantas que crecían en el taller, y que le daban un aire mucho más fresco. Las había plantado en un montón de tierra recogida de la calle, la cual no era ni mucho menos adecuada. Pero con ayuda de su mentora, había aprendido algunos fundamentos. Ahora, cada día, antes de dormir, les infundía algo de energía, para que crecieran fuertes. Se apartó de las plantas y se dirigió a la puerta. Tenía que darse prisa si quería comer algo, antes de que sonara el toque de queda. Salió del taller y se dirigió a una taberna cercana a la tapa de alcantarilla que usaba para entrar. Era la mejor de todas las que conocía, estaba en un callejón que serpenteaba entre edificios. Era un callejón lo suficientemente estrecho y maloliente cómo para que nadie la siguiera o se quisiera preguntar qué hacía por ahí. Terminó su frugal cena consistente en un pan tostado, duro, al que le habían aplastado dos tomates y tres pedazos de carne demasiado hecha. Remató aquello con una jarra de agua, antes de despedirse del tabernero. Cuando se disponía a entrar en el callejón, para su sorpresa, se encontró con la figura de Fausto, que la miraba con sorpresa.
Maldijo en silencio mientras procuraba poner su mejor cara de indiferencia. ¿Qué podía querer a esas horas? ¿Quizá había descubierto algo en las alcantarillas? De ser el caso, ¿por qué no había más guardias?
—Lyra. —El chico la sacó de sus pensamientos—. ¿Va todo bien?
—Sí, claro. —Evitó mirarle a la cara—. ¿Por? ¿Qué ocurre?
—¿A mí? Nada, ¿qué me debería ocurrir?
Estaba distante con ella, lo podía notar en la voz y en su lenguaje corporal. Tenía los brazos cruzados en una postura que parecía darle más autoridad con el uniforme de la guardia. Intentó no amilanarse, pero no era tarea fácil. Tenía que tantearlo pero con cuidado de no desvelar nada. Si descubrían la biblioteca, Elia había amenazado con reventar las calderas.
—No lo sé. Pero te veo serio, no estás cómo la última vez que nos vimos.
El rostro de Fausto se crispó de inmediato.
—¿Cómo la última vez? Justamente, Lyra, desde entonces no te veo. Han pasado más de tres meses, y no he tenido noticias tuyas. Te he visitado en casa después de tu toque de queda, no estabas. He ido al taller, pero tampoco respondías y otros te habían visto salir. ¿Me quieres decir qué te traes entre manos?
Lyra negó con la cabeza.
—No te lo puedo decir. Lo siento, es algo que es mejor que no lo sepas. Por favor, no me insistas.
Fausto la miró con atención y lo que parecía una mezcla de pesar.
—¿Hay otro?
—¿Cómo dices? —Aquella pregunta la pilló desapercibida.
—Te han visto cenar fuera y no volver por la noche, pero los guardias no te han arrestado. Te quedas a dormir en casa de otro, ¿no es así?
El primer impulso que tuvo la muchacha fue de quererle pegar un puñetazo. Después de todo el tiempo que llevaba detrás de él, que le insinuara que estaba viendo a otro hombre le dolía más que cualquier otra cosa. Sin embargo, si se lo desmentía, seguiría preguntando, y tampoco le convenía. Su silencio habló por ella, dado que el joven retrocedió un par de pasos visiblemente dolido.
—Comprendo. Bueno, no es de mi incumbencia. No es como si fueras la primera chica con la que me beso y no acaba en nada serio. Está bien, espero que tengas suerte con él. Pero si tienes que hacer algo, hazlo ya, no quiero pillarte durante el toque de queda.
Con el corazón en un puño, Lyra asintió ante lo que decía el único hombre que le había gustado. Consciente de que con sus acciones lo estaba perdiendo, se giró, buscando torcer un par de esquinas para que no la viera llorar. Después iría a la alcantarilla, primero tenía que despistarlo.
Se movió por las calles que tan bien conocía durante unos diez minutos, antes de volver a la entrada del callejón. Observó cómo la gente se movía, ya de camino hacia sus casas, y, aprovechando el gentío, se escurrió hacia el callejón. Levantó la tapa de la alcantarilla y se escurrió por el interior, como había hecho tantas veces.
Sintiéndose a salvo en su laberinto, caminó con la ayuda del colgante, al que le había imbuido un hechizo de luz para poder regular su brillo. Su mente seguía en Fausto, en algún momento tendría que hablar con él e inventarse alguna excusa convincente. Decidió que la pensaría al salir de su práctica nocturna, mientras llegaba a la sala de la puerta escondida. Colocó cómo siempre el medallón en su sitio y la puerta se abrió.
—¿Me vas a explicar ahora qué te traes entre manos? —La voz de Fausto hizo que el corazón se le detuviera momentáneamente.
La joven se giró, con las piernas temblándole.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Patrullar —contestó lacónicamente—. Quizá la pregunta es, ¿qué estás haciendo tú aquí? Las alcantarillas están prohibidas, y estás fuera de la hora del toque de queda. —Alzó la mirada, a la estancia bien iluminada—. ¿Qué hace ahí una puerta?
Lyra cortó rápidamente el flujo de magia, sumiendo la estancia en la más profunda oscuridad.
—No sé de qué me hablas. Se me había caído el colgante de mi abuela, se lo llevaba el agua, por lo que he bajado a buscarlo. Eso es todo.
—¿Cómo que eso es todo? He visto cómo brillaba. ¿Qué está pasando aquí? —Fausto alzó la voz.
Antes de que la muchacha pudiera contestar, se escuchó cómo la puerta se cerró de golpe. El rumor del agua se intensificó y Lyra tuvo un mal presentimiento. Notaba cómo la magia se concentraba donde estaban, pero no emanaba de ella. Emanaba de un lugar bajo el suelo que pisaban, de las profundidades.
“De la biblioteca.” Comprendió.
—¡Lyra! ¡Contéstame! Vamos, dime ya qué te traes entre manos. No quisiera tenerte que arrestar, por favor, dime la verdad o…
El rumor del agua se convirtió en un sonido atronador que se llevó las últimas palabras del chico. Lyra se arriesgó a usar la magia para volver a hacer brillar el medallón. Para su horror, observó que las paredes de la sala donde estaban chorreaban agua, que se filtraba desde las juntas del techo.
—No puede ser. —Fausto se frotó los ojos, con la voz temblorosa—. Encima de las alcantarillas no puede haber tantas tuberías. —Bajó la mirada hacia Lyra—. ¿Has hecho tú esto?
“Lo sabe.”
—No, pero tenemos que salir de aquí, antes de que se inunde. —El agua empezó a caer, formando cascadas en las paredes, cada vez con más caudal. No necesitó mucho para darse cuenta de que era obra de la magia—. Si nos quedamos aquí nos ahogaremos.
Echó a correr hacia la única puerta y, por un momento, temió que él la retuviera. No fue así. Él corría detrás de ella. En ese momento era una suerte que se conociera tan bien el alcantarillado después de esos meses asistiendo a la biblioteca cada día. El caudal aumentó muy rápidamente y el agua pasó a llegarles por la rodilla cuando vislumbraban las escaleras de una alcantarilla.
—¡Por ahí! —Lyra confió en que lo hubiera escuchado porque cuando alcanzó las escaleras el agua ya le llegaba a la cintura.
Subió atropelladamente, resbalándose en un escalón y no cayendo de milagro. Conservó el equilibrio justo para subir y empujar la tapa. Aire. Nunca pensó que el aire contaminado de Ventrel le sentaría tan bien. Nada más salir, la siguió Fausto. Lo había conseguido. ¡No se había ahogado! Era muy consciente de que le debía explicaciones pero ahora lo importante es que estaban vivos.
—Lyra…
—Ahora no, Fausto. Vamos al taller, si quieres. Responderé a tus preguntas, pero tienes que confiar en mí, por favor.
6. El metal se rompe:
El silencio se había adueñado del taller después de que Lyra hubiera terminado. Le había explicado todo lo de los últimos tres meses: el medallón de su abuela, el cuaderno, cómo lo había abierto, los símbolos, cómo había encontrado la entrada y la biblioteca, omitiendo el sistema que permitiría volar la ciudad en caso de venganza. Durante un largo rato estuvo hablando de cómo había descubierto todo aquello y cómo se escapaba para aprender magia gracias al espíritu de una hechicera que le enseñaba cada noche. Le explicó sus nuevos horarios, el motivo por el que no había estado pendiente de él. Cuando terminó, se lo quedó mirando desde una esquina del taller.
Fausto tenía los labios tan prietos que no tenían color. No la había interrumpido durante toda su intervención, se había mostrado sorprendido varias veces, pero si quiso decir algo, se lo guardó para sí. Ahora que ella había terminado, cogió aire y le clavó la mirada.
—¿Has estado reuniéndote con gente extraña en las alcantarillas y no lo has reportado? ¿No has sido capaz de avisarnos, de avisarme a mí, de lo que estabas haciendo?
Lyra frunció el ceño.
—No. No me he reunido con gente extraña. Ya te lo he dicho, me he reunido con Elia y me ha estado enseñando magia.
—¿Con un espíritu? ¿Esperas que me crea que te reúnes con un espíritu que lleva muerto siglos?
—Tú mismo sabes que se arresta a la gente por presunta brujería. Se ha ejecutado gente por eso.
—¿Y quieres que te ejecutemos a ti? —El chico alzó la voz, acercándose a Lyra con gesto intimidatorio, con los puños cerrados—. ¿Quieres que le diga a mis superiores que te he visto hacer magia? ¿Es eso lo que quieres?
La muchacha dejó caer los hombros.
—No, supongo que no. —Apenas contestó con un hilo de voz—. ¿Vas a reportarme?
—No. —Negó con la cabeza—. No, no lo voy a hacer. Pero quiero que te olvides de las alcantarilla, del medallón y de todo. ¿De acuerdo? No vuelvas a ir, no quieras tener contacto con ese lugar. Deja que la guardia se encargue.
—¿Qué vas a hacer? —Observó como Fausto iba hacia el libro—. No te lo lleves. Por favor, es todo lo que tengo de mi abuela.
—¡Basta! —El chico alzó la voz con autoridad, mientras fulminaba a Lyra con la mirada—. Sabes que no quiero hacerlo, pero las órdenes son claras. Todo lo que sea posible de estar relacionado con la brujería debe ser confiscado. Me lo llevaré para que lo investiguen. Se acabó todo este sinsentido. Y tú te mantendrás al margen. ¿Está claro? —Tomó el libro y el colgante—. No te he oído. ¿Está claro, civil?
Lyra cerró los puños con tanta fuerza que se clavó las uñas en la mano. No lo reconocía. No reconocía a Fausto, había sido un gravísimo error contárselo todo. Pensó en la biblioteca, en el mecanismo de última defensa. Tenía que avisar a Elia de lo que había pasado. Pero primero, se tenía que librar del que había sido su mejor amigo.
—Claro, agente. —Hizo mucho énfasis en la última palabra.
Sin poder hacer nada, contempló cómo Fausto se quedaba con sus cosas. Después se giró para encararla.
—Espero que entiendas que te estoy protegiendo.
—Vete de mi taller. Ahora.
Sin ni siquiera mirarlo, escuchó cómo la puerta se abría para volver a cerrarse. Se había quedado sola. Corrió hacia el banco de trabajo y buscó una tapa de reloj. Por lo que sabía, la pieza, por mucho que encajara, no tenía poder. El poder se lo daba el símbolo dibujado, e imbuido de magia. Buscó sus herramientas y dibujó el símbolo con toda la pericia de la que fue posible. Tuvo que rematarlo varias veces, buscando que quedara tal y como lo recordaba. Mientras trabajaba agradeció mucho que su mentora le inculcara tanto la importancia de saberlos dibujar. Cuando terminó, examinó su creación. Era más tosco, sin el refinamiento del original. Pero era el primero objeto donde grababa un símbolo y lo imbuía de magia. No pudo evitar sentir cierto orgullo.
Cuando por fin terminó, todavía era de noche. Se asomó y controló que no hubiera guardias. Cerró sin demora el taller y corrió como el viento hacia la primera tapa de alcantarilla. Sabía cómo llegar desde allí, tenía que avisara Elia de que iban a sellar la biblioteca. Ella sabría qué hacer.
Por las alcantarillas no se encontró a nadie en su frenética carrera hacia la sala de las escaleras. Prestó atención al agua mientras hacía brillar el medallón nuevo. A diferencia del antiguo, este no zumbaba conforme se acercaba a su destino.. El agua ya había bajado de nuevo, y al llegar a su destino, lo único que delataba que algo había pasado eran las marcas de humedad, recientes, en las paredes. Buscó el hueco e hizo lo que había hecho tantas veces. Durante unos agónicos segundos no pasó nada. La luz se apagó y Lyra, por primera vez en su vida, quiso rezar.
“Por favor, funciona. Por favor, por favor.” Tenía los ojos cerrados y las manos juntas, con los dedos entrelazados.
El característico sonido de la puerta al arrastrarse hizo que abriera los ojos. El corazón le latía violentamente en el pecho mientras descendía a toda prisa por las conocidas escaleras.
Al llegar a la biblioteca, Elia la estaba esperando, con el ceño fruncido.
—Llegas muy tarde. Has estado con alguien en la sala. —La hechicera la miró con severidad—. ¿Qué ha pasado?
—No hay tiempo. Tengo un buen amigo que es guardia. Me siguió y me encontró en la sala, con la puerta ya abierta.
—Ajá. Detecté una presencia diferente a la tuya. ¿Qué ha sido de él?
—Lo sabe todo. Todo. Se lo va a decir a los demás guardias para que sellen la biblioteca.
Por primera vez, Lyra vio a Elia enojada. Su mentora frunció tanto el ceño que las cejas se juntaron, mientras la miraba claramente enfadada.
—¿No te dije que nadie podía saberlo? ¿Y lo saben los guardias, de entre todas las personas? Más te vale que me lo expliques todo. Todo. Y que me convenzas por qué no debería borraros a todos la memoria.
La joven empezó a explicar a toda velocidad todo lo que había sucedido. No le ocultó nada, incluso le dijo todo lo que había pasado entre Fausto y ella meses antes.
—Así que eso es lo que ha pasado. Quiero seguir aprendiendo pero si me vas a borrar la mente, así sea.
Elia negó con la cabeza.
—No. Tenemos que prepararnos. Me serás más útil aquí, usando la magia. Cuando esto pase ya hablaremos.
—¿Qué quieres que haga?
—Medita. Necesito que te concentres todo lo que puedas. Cuando llegue el momento te diré qué hacer. Prepárate, es posible que tengas que usar la magia de forma ofensiva.
7. Ecos de futuro:
Las horas pasaron lentamente mientras esperaban. Lyra necesitó recurrir a toda su concentración para mantenerse en contacto con la magia, mientras su maestra se dedicaba a preparar algunos hechizos para vigilar las alcantarillas. En un momento dado, Elia se le acercó con cuidado.
—Uno de mis hechizos de detección se ha activado. Parece ser que han entrado varias personas a las alcantarillas. Estate preparada, a mi señal, los entretendrás.
Lyra abrió los ojos y asintió, entornándolos. Las llamas que iluminaban la estancia habían crecido en volumen y centelleaban con furia. Pensó en Fausto, y en qué pasaría si venía con el resto de guardias. Sintió la rabia arder al pensar en cómo todo se había torcido.
No tardó en escuchar pasos en la lejanía. Elia se colocó delante, aunque la joven no estaba segura de cómo la podría proteger. Los guardias tenía pistolas y la hechicera era un espíritu. Y ella, por su parte, no estaba armada. Confiaba en que el plan de su mentora funcionara, de lo contrario, seguramente o moriría o sería arrestada.
—Alto en nombre de la guardia de Ventrel.—Uno de los uniformados irrumpió en la estancia—. Pero, ¿qué es esto?
Otros cuatro guardias entraron, entre ellos Fausto. Sus miradas se cruzaron por un instante, después Fausto observó la estancia.
—¿Eso es un fantasma? ¿Y al lado una niña? —Otro guardia habló, aparentemente confundido.
La joven observó cómo Elia miraba fijamente al primer guardia. Ni siquiera pestañeaba. Al poco el guardia se giró, con el semblante confundido, balbuceando cosas sin sentido, diciéndoles a los demás que no entendía que hacían bajo el suelo y que debían irse.
Los demás guardias, visiblemente confundidos, le intentaron hacer entrar en razón, pero Lyra comprendió que sería imposible. Le había borrado la memoria. Fausto entornó los ojos, desenfundando el arma. Más guardias llegaron.
—Lyra, ¡entrégate! —El que había sido su primer amor le estaba apuntando con el arma—. Vamos, sé que habéis hechizado a nuestro compañero. Deshaced el hechizo.
—Fausto, espera. No tiene porque pasar nada más. Por favor, baja el arma.
Fausto apartó la mirada, pero no cambio la postura. Negó con la cabeza antes de volverla a mirar, esta vez con expresión severa.
—Apuntadla a ella. —Fausto se dirigió a Elia—. Espíritu, si nos haces algo, le dispararemos a ella. Si le devuelves la cordura a nuestro compañero, sellaremos la biblioteca y nos iremos.
—¡No! ¡No puede ser! —Lyra no daba crédito a lo que escuchaba—. ¡No puedes hablar en serio!
—¿Y bien? ¿Vas a devolverle la cordura?
Elia levantó las manos en modo conciliador.
—No le he hecho nada grave. Simplemente le he borrado la memoria más reciente, para que no recuerde este lugar. Sigue estando cuerdo.
Otros guardias se acercaron a Fausto, también apuntando con las armas a la joven.
Lyra y Elia intercambiaron una mirada de soslayo. Fue suficiente. El aire que normalmente estaba calmado se encolerizó y empujó a los que estaban con las armas, pillándolos por sorpresa y derribándolos. Lyra aprovechó para agacharse y apartarse de la línea de tiro, saltando hacia la derecha como si de un gato se tratara. Varios de los uniformados dispararon mientras caían. La joven aulló de dolor y la vista se le tiñó de rojo. Le habían alcanzado en el hombro.
Esta vez fueron las llamas las que se movieron, creando un muro entre las magas y los guardias. La hechicera se giró hacia Lyra, muy seria.
—No tenemos opción.
—¿Qué estás insinuando? ¿Qué quieres que haga? Todavía no he hecho magia.
Elia señaló los tubos y la llave de paso de la pared.
—Con eso podemos ganar.
Lyra negó con la cabeza.
—¡Destruiremos la ciudad!
Varias balas silbaron, impactando en la pared, mientras la hechicera dirigía las llamas con pericia, evitando que se acercaran a los libros, empujando a los guardias hacia fuera.
—No podré mantener la magia mucho más tiempo. Lyra, no podré ganar contra ellos.
—¡Te ayudaré! No puedes pedirme en serio que destruya la ciudad. —Lyra buscó la esencia de la magia, el familiar contacto con ella. No tardó en encontrarlo y canalizó el poder hacia las llamas, alimentándolas y haciéndolas crecer de nuevo.
—Estás herida y te estás desangrando. No gastes energía así. Abre la válvula.
—¿Y que pasará con la gente?
—No todos morirán.
—Pero sí muchos. No los podemos condenar.
—Lyra, no podemos hacer más. Ya no son libres. Son arrestados por nada. Sólo viven para trabajar, crear máquinas y emponzoñar el mundo. Ya casi ni libros se venden. Por favor, acciona la llave, pon fin a este sinsentido. De lo contrario seguirán viviendo en una cárcel de metal y vapor.
Lyra cerró los ojos del dolor que sentía, mientras notaba que se le nublaba la vista. Avanzó hacia la válvula, en el momento en el que las llamas perdían intensidad.
—Vamos, Lyra. —Elia la apremió—. No aguantaré más.
—¿Por eso me has pedido que me quedara? No querías que hiciera magia. Querías que estuviera por si tenía que accionar el mecanismo de destrucción. ¿No?
—No hay tiempo. Nos queda poca magia. Si la agotamos, se acabó. Todo lo que muchos magos hemos defendido, por lo que tu abuela dedicó su vida, desaparecerá. Todo habrá sido en vano.
—Lyra, detente o disparo. —Desde el exterior le llegó la voz de Fausto—. Esta vez el disparo será letal. Lo he oído todo. No voy a dejar que dañes la ciudad, bajo ningún concepto.
La joven pensó en su abuela. Siempre había defendido la vida. Siempre había tenido palabras compasivas para quienes las habían necesitado. Fue quien le enseñó el gusto por la literatura, por las historias que llenaban el alma aunque no sirvieran para ser productiva. Fue su mayor valedora, quien siempre supo ver en ella su potencial. ¿Hubiera querido eso para la ciudad? ¿Hubiera actuado igual? Pensó en el diario, protegido por el mecanismo. Sí, había guardado celosamente el secreto de la magia. Se lo había llevado a la tumba, asegurándose de que nadie pusiera en peligro la biblioteca. Y ella había fallado cuando le había llegado el momento. Por la memoria de su abuela, no iba a dejar que la destruyeran.
Tocó la válvula. Estaba fría al tacto. Escuchó un disparo y después un dolor punzante en la espalda, igual de doloroso que el del hombro. Le habían dado. Apretó los dientes, sabedora de que la vida se le escapaba. Aguantó la respiración mientras las manos le temblaban y se aferraban a la llave de paso. Iba a morir. La ciudad iba a perder la biblioteca y la magia se iba a perder para siempre. Recordó lo que había leído, fueron los guardias los que intentaron acabar con los magos. Y eran los guardias los que repetían las acciones. No. Esta vez no. Esta vez sería diferente. Ni que fuera por rebeldía, no iba a permitir que volvieran a intentar extinguir el conocimiento. Escuchó como Elia la apremiaba. Ya no tendría tiempo de pedirle explicaciones. La vio borrosa, seguía luchando, con la ventaja de que las balas no le afectaban.
Antes de que la vista se le oscureciera y las fuerzas la abandonaran, giró la llave de seguridad, abriendo el mecanismo.
Epílogo:
Lyra se despertó aturdida. Lo primero que notó fue el aire sobre la cara. Abrió los ojos y los recuerdos se agolparon en su mente. Se llevó la mano al hombro primero y después a la espalda, pero no notó nada. Observó que el cielo estaba anormalmente azul, más de lo que creía posible.
Se incorporó y, frente a ella, tenía una imagen dantesca. La sala de la biblioteca tenía las paredes agrietadas, con algunos trozos desprendidos. Elia estaba allí, junto a ella, con el semblante sereno. A través de uno de los agujeros de la pared, pudo ver el exterior. Lo que había sido una ciudad próspera, estaba en ruinas. Los edificios más altos y prominentes, los que habían alojado a la clase más adinerada, habían colapsado por completo. Tan sólo quedaban en pie algunos edificios pequeños, que habían salido mejor parados de casualidad. La mayoría de puentes estaban en ruinas y apenas se veían en el suelo dos dirigibles.
—Por fin te has despertado. —La voz de Elia la hizo volverse—. ¿Cómo estás? ¿Te encuentras bien?
—¿Qué ha pasado? ¿Qué es este lugar?
—Esto es lo que queda de la ciudad. Accionaste el mecanismo y las calderas estallaron. La mayoría de la ciudad ha quedado destruída.
—Pero estaba herida. ¿Me has curado?
Elia asintió.
—No lo tuve que hacer sola. Te hemos podido ayudar entre varios magos.
—¿Hay más magos?
—Sí. No eres la única maga, aunque sí que eres la única aprendiz de momento. No te lo dije porque convenía mantener el anonimato. Pero eso se acabó. El mundo cambia rápido y la magia volverá a este lugar.
—Deberías habérmelo dicho. Hubiéramos podido cambiar las tornas, ni que fuera retenerlos para que les borraras la mente a todos los guardias.
—Tienes razón. Debo disculparme. No llegué a confiar en ti y, sin embargo, me has demostrado que me equivocaba. Has tomado la decisión más difícil y, al hacerlo, has salvado este lugar.
La joven se giró indignada.
—¿Y ya está? Hemos destruido casi toda una ciudad, y ya está? Y qué hay de Fausto? Él y sus compañeros, ¿están a salvo?
La hechicera negó con la cabeza.
—No lo sé. Muchos no estaban. Desaparecieron. Lyra, es más que probable que estén muertos. Las explosiones han sido muy destructivas. Lo siento.
Con razón se encontraba tan aturdida. La noticias noticias fueron dura pero le afectó menos de lo que se hubiera imaginado. Lo último que había hecho, incluyendo los disparos, había sido suficiente como para no sentir pena por su destino.
Con pasos cortos, salió del edificio de la biblioteca. Observó varios niños correteando, junto con algunos adultos que vestían túnicas, muy diferentes a los ropajes habituales a los que ella estaba acostumbrada.
Elia se le acercó por la espalda.
—Son magos, visten los ropajes tradicionales, los que vestíamos hace trescientos años, cuando hubo la batalla que supuso nuestra expulsión. Los que fueron desterrados han hecho una comunidad en el bosque. Ahora reconstruiremos esta ciudad entre todos.
—¿Vamos a reconstruir Ventrel?
—No. Vamos a hacer una nueva ciudad, diferente, donde el progreso, la magia y la naturaleza convivan. —Elia habló con solemnidad—. Y tú nos vas a ayudar, si es que todavía quieres seguir aprendiendo magia—. Lyra asintió—. Bien. Tu abuela estaría muy orgullosa de ti. Ahora debes saber algo. Pronto desapareceré.
—¿Cómo dices?
—Entre el esfuerzo de la batalla, curarte a ti y sanear el cielo, he gastado casi toda mi magia. Es sólo cuestión de tiempo que desaparezca.
—¿Y entonces? —Lyra notó un nudo en la garganta. Se quedaba sola—. ¿Qué será de mí como maga?
—No me voy a ir todavía, me quedan unos meses si no uso demasiado la magia. Después, me reuniré con mis antepasados. Y tú aprenderás todo lo que puedas de mí, para que en un futuro puedas aprender por tu cuenta. Cierta abuela tuya me dijo que se te daba bien aprender por tu cuenta.
La joven miró al horizonte, donde, según Elia, la magia iba limpiando el aire mientras devolvía la fertilidad al maltrecho suelo. Pronto una nueva ciudad florecería. Probablemente, Elia no llegaría a verlo, pero Lyra estaba segura que los vería desde donde estuviera. Una nueva era empezaba, una era donde los magos ya no se tendrían que esconder nunca más.